lunes, febrero 21, 2011

USB: Un Canto a la Hipocondría

I

Me despierto con una resaca post-nuclear y, como ocurre religiosamente en todas mis post-borracheras, la sensación tenebrosa de haber hecho algo terrible durante la fiesta. Mis pensamientos están cuidadosamente mezclados como naipes por las manos prestidigitadoras de la esquizofrenia bioquímica, producida por los excesos de la noche anterior, pero hay algo más; Una corriente estática congestiona mi sistema nervioso y donde debería haber recuerdos de dicha noche hay ruido blanco. Es como intentar sintonizar algún canal de televisión terrestre desde Marte. Y utilizando como antena una aguja de tejer clavada en una papa.

“Estoy incubando algún virus de los nuevos”, pienso para mis adentros. Pero a un nivel de pensamiento en segundo plano sé muy bien que “esto no es normal”. Respiro hondo, primero por la boca, luego por la nariz. No hay congestión. Me miro los ojos en la pantalla apagada de mi teléfono celular, no hay tiempo ni energías para algo mejor, ya que la ansiedad y el malestar hacen que considere el viaje hasta el espejo del botiquín una tarea olímpica. A pesar de la escasa efectividad diagnóstica del sistema que utilizo para evaluar mi reflejo, puedo notar algo perturbadoramente diferente.

Voy, prácticamente de un salto cuántico, hasta el baño y contemplo con una mezcla de diversión perversa y preocupación terminal que lo que debería ser blanco en mis globos oculares (o al menos rosado, dada la resaca) es ahora de un tono grisáceo. Recuerdo en un instante mi breve incursión en la carrera de diseño gráfico, como quien ve pasar toda su vida delante de sus ojos antes de morir porque, vamos, alguien que tiene el blanco de los ojos en semejantes condiciones cromáticas no puede estar muy lejos del arpa. En dibujo habíamos estudiado los arbitrarios nueve pasos grises que hay desde el blanco hasta el negro; mis ojos ahora eran de un gris uno.

Evalúo la posibilidad de algún efecto distorsivo en la percepción, provocado por la farmacia ambulante que recorre mi torrente sanguíneo desde anoche, y decido que un par de horas más de sueño lo van a solucionar todo mágicamente. Mi falso optimismo se había divorciado de mi razón luego de una encarnizada batalla legal que había comenzado a mis diecisiete años, cuando decodifiqué, en el cadáver de mi tío mientras era velado, el mensaje oculto de la vida: el mundo es un lugar oscuro y peligroso, y mediante diversas pero igualmente efectivas técnicas se las arregla para deshacerse de la humanidad, de a un ejemplar a la vez; a veces de a varios. Mi tío había muerto de un extraño virus que contrajo en un viaje a Manila. Ninguno de los síntomas del virus incluía un viraje al gris en el blanco de los ojos.


II

Me recuesto y me duermo instantáneamente. Sueño durante varios minutos con un cursor verde que parpadea sobre un telón de fondo del más absoluto negro azabache.

Me despierto exactamente dos horas después de haberme acostado. Evidentemente, lo que sea que esté incubando no descalibra mi reloj biológico sino que hasta lo vuelve más preciso. Voy al baño y, antes de volver a mirarme los ojos al espejo mi vejiga me sugiere, más bien me amenaza a punta de pistola (…) que primero la descargue. A pesar de ser religiosamente ateo agradezco a los dioses, semi-dioses y meros oficinistas burocráticos de diversos panteones por el color de mi orina: “amarillo-sanitario” en lugar del tan temido “rojo-muerte-pronta”. No aprendí ninguno de esos colores en la facultad. Una vez más pienso a un nivel de segundo plano acerca de la estupidez que representa el hecho de sentir tranquilidad por orinar normalmente. Podría estar muriéndome de un millón de enfermedades, y sin embargo orinar inmaculadamente hasta mi último respiro.

Pero la capacidad de mi pseudo optimismo a las puertas del infierno no conoce límites. Por esto es que con lo primero que choco frontalmente cuando vuelvo a enfrentar el espejo en un segundo round contra mi propia locura es una media sonrisa cargada de una estupidez encantadoramente infantil, la cual prácticamente al instante se transforma en una mueca del más sincero espanto: mis ojos de mierda siguen grises.


III

Hay momentos de absoluta desesperación en los que uno parece adquirir espontáneamente un título universitario. Determinados problemas legales lo vuelven a uno abogado al instante, llegando a conclusiones rotundas e inclusive tomando decisiones como el más curtido veterano de la ley. Por esto es que en una breve pero solemne ceremonia de 10 milisegundos de duración, me recibo de médico e inmediatamente supongo, en mi infinito saber galeno, que el siguiente terreno de observación para profundizar en mi diagnóstico deberá ser la boca.

Prácticamente dislocando la mandíbula como algunas serpientes mortíferas a la hora de alimentarse, abro la boca con el terror de quien abre un féretro recientemente exhumado. A simple vista no veo ninguna anomalía. “Buena señal” piensa el flamante médico recién salido de la universidad. Muevo la lengua arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha, y me percato de estar haciendo una versión obscena de la señal de la cruz justo un instante antes de encontrarme con el horror: En circunstancias diferentes una simple llaga en la lengua no hubiera llamado mi atención pero estamos en las pascuas de la hipocondría, y la más mínima diferencia histológica tiene la importancia y el valor de un huevo Fabergé.

Puedo ver en el espejo cómo se me desorbitan los ojos de miedo, los cuales, a propósito, siguen igual de grises que en mi último autotest, lo que me provoca un ataque de risa histérica. “El humorismo es el penúltimo paso antes de la desesperación” había escrito alguien, y evidentemente a alguna parte dislocada de mi cerebro toda la situación le resultaba extremadamente graciosa, pues no podía parar de reírme como un maníaco. Pero como esta clase de recursos desesperados nunca dura lo suficiente como para que uno, por ejemplo, se desmaye, desconectándose por un rato de toda la situación, la risa demencial da paso al más profundo de los llantos pediátricos. Y mi núcleo irreductible de racionalismo que, por alguna terrible razón, no se apaga ni siquiera en las circunstancias más caóticas, se da la mano con mi pseudo optimismo oligofrénico, ambos asienten en silencio y envían al resto del cerebro el memo que dice: “Seguí llorando, probablemente las lágrimas hagan que tus ojos vuelvan a ser blancos”. “Ok, mensaje recibido”, digo para mis adentros, evaluando la posibilidad de haberme vuelto loco completamente, porque convengamos que nadie en su sano juicio dialoga con partes fragmentarias de su mente como si se tratara de empleados de una empresa.

Recito un recientemente adquirido psicomantra: “Si me parece una locura es porque no estoy loco”, lo que me deja bastante más tranquilo con respecto a mi salud mental, pero no en cuanto a mi salud física, porque el detalle que me transforma en una imagen bochornosa en calzoncillos, que llora y tiembla acurrucada en un rincón del baño, es que la llaga en la lengua también es gris. Gris dos.


IV

Luego de aproximadamente quince minutos de llanto y babeo teatral (es difícil saber cuánto pasa exactamente, ya que el tiempo parece volar cuando uno la está pasando bien) me paro en un intento de reestructurarme, al menos como una criatura bípeda, y vuelvo a enfrentarme al espejo en combate singular.

Tengo los ojos y la boca clausurados de miedo hasta que logro acumular el valor suficiente como para abrirlos, los tres agujeros al mismo tiempo. Qué bueno que Dios no existe, de otra manera se divertiría a lo grande viéndome ahí parado, firme como un soldado de plomo, la cara congestionada por el llanto, abriendo con terror ojos y boca, y tratando de ahogar un gemido que, seguramente, le recordaría a aquellos sonidos agudos tan divertidos que hacía Curly, el gordito de los Tres Chiflados. Le resultaría más divertido que ver a la esposa de Lot transformarse en estatua de sal, o al pobre de Job a punto de coser a cuchilladas a su propio hijo. Sí, el Dios del antiguo testamento era un tipo que sabía divertirse haciendo bromas de lo más pesadas, pero afortunadamente no existe, de otra manera yo me sentiría, además de paranoico, aterrado y triste, bíblicamente avergonzado.

Lo que veo frente al espejo ya no me sorprende en lo más mínimo. Observo despechado que el blanco de mis ojos es ahora de un elegante color producto de la mezcla entre el “rosa-llanto” y el “gris-seguro-que-estoy-por-morirme”, y la llaga en la lengua, bueno, igualita, igualita, igualita.

No tengo demasiadas opciones; puedo seguir desesperándome al borde de la muerte un par de horas más para comprobar nuevamente que los colores de mi angustia son los mismos; puedo ir corriendo en calzoncillos a la sala de guardia más cercana, cosa que no sería nada fácil ya que los domingos la salud pública y gratuita de la que soy víctima parece transcurrir como en una realidad que en lugar de aire tiene miel, o alguna otra substancia igual de viscosa. Conozco las guardias de memoria, las visito frecuentemente (aunque nunca por causas grises); o puedo optar por una solución intermedia.

Mi novia, o como quiera que se llame esa desconocida con la que miro películas, ceno en absoluto silencio y, cuando los planetas se alinean, tengo sexo, es estudiante avanzada de medicina. Aunque, debo reconocer, a veces pienso que sus supuestos estudios forman parte de una gran mentira que a ella le permite manejarse con dudosa libertad dentro de las fronteras de nuestra relación. Aquellas noches en la cama con ella, en las que me le acerco torpemente, como un depredador que, habiendo perdido sus armas naturales en alguno de esos accidentes zoológicos que los humanos vemos por televisión divertidos, acecha a su presa sabiendo con cada célula de su cuerpo que va a perder, aquellas noches ella puede decirme con absoluta tranquilidad y sin culpa “hoy no gordo, mañana tengo que estudiar un montón”. Yo agradezco secretamente su negativa, le beso la frente y me doy media vuelta en la cama para entregarme al sueño de los fracasados hasta la mañana siguiente, en la que siempre soy yo el que se despierta antes, y la observa dormir, a esa desconocida con la que comparto momentos de patetismo de los cuales ya ni siquiera puedo avergonzarme.

Debería dejarla y ponerle fin a esta relación en agonía. Después de todo, a un caballo con la pata rota se le pega un tiro en la cabeza, y nuestro noviazgo tiene las cuatro patas rotas, fractura expuesta de cráneo y una falta total de columna vertebral. Debería dejarla, pero hoy no va a ser el día. Hoy la necesito, y comprendo en carne propia la frase del bardo ciego: “No es el amor lo que nos une sino el espanto”.


V

Mientras la llamo a su celular me seco el resto de las lágrimas y me peino como un idiota, como si esos gestos pudieran falsificarle a mi voz algo de dignidad. Pocas frases en este mundo me producen el efecto de lo que escucho a continuación. “Hicimos lo que pudimos pero falleció”, “Encontramos algo en sus estudios que quisiéramos ver con más detalle” e incluso “Hoy a las trece horas, la Unión Soviética acaba de declararle la guerra a los Estados Unidos, los misiles nucleares ya se encuentran en el aire. Besen a sus hijos y hagan las paces con sus dioses. Buenas tardes y buena suerte”. Ninguna de esas frases es comparable en cuanto a devastación de la moral, como el sonido ruin y cruel que sale del parlante de mi teléfono: “El número con el que está intentando comunicarse se encuentra apagado o fuera del área de cobertura.”

Escucho los cascos del corcel negro que trae a cuestas un ataque cardíaco y respiro hondo tres veces en un ritual de expulsión. El infarto se aleja cabizbajo. Llamo a mi novia al teléfono de línea de su casa, decidido a suicidarme o peor aún, a recurrir a una sala de guardia si esta vez tampoco puedo comunicarme.

- Hola… - me dice una voz cuyo desgano y apatía me confirman inmediatamente que se trata de mi novia.

- ¿Marcela? Soy yo. Te estoy tratando de llamar a tu celular pero me dice que está apagado. Tengo un problema bastante serio y necesito que me ayudes.

- ¿Hola? – definitivamente, después de este mal trago, la dejo.

- Hola Marcela, soy yo, ¿me escuchás?

- Sí gordo, ¿qué hacés? – me contesta y, a pesar de reconocerme, su voz tiene la misma apatía que tanto odio.

- ¿Qué pasó con tu celular? ¿Te quedaste sin batería?

- No gordo, ¿no te acordás que te dije que me lo habían robado en el colectivo? Me prestaron uno, anotá el número.

- No hay tiempo para eso ahora, Marcela. Te decía que me pasa algo grave, ¿me escuchás?

- Sí gordo, te escucho… - dice, y la frase sale de adentro de un bostezo que seguramente tiene aliento a mate y galletitas de mierda, y yo trato de no odiarla tanto porque, más que nunca, necesito que me ayude.

- Bueno mirá, me desperté y, cuando fui a mirarme al espejo noté que la parte blanca de los ojos, ¿cómo se llama?

- La esclerótica. – responde, obediente y orgullosa, como si estuviera rindiendo un examen de medicina.

- Bueno, tengo la “esclerótica” – hago la pausa necesaria para que se noten las comillas - ligeramente gris. Y encima tengo una llaga en la lengua del mismo color. No, más gris todavía. – Se produce un silencio de un millón de años a través de los cuales siento cómo envejezco.

- ¿Gris? ¿Estás seguro?

- Sí Marcela, estoy completamente seguro. Gris. – contesto y pienso “Si me preguntó si estoy seguro es porque supone que es algo grave. La voy a terminar dejando pero porque me voy a morir, y durante mi funeral ella va a estar en un yate, apareándose con dos tipos al mismo tiempo y riéndose como una hija de puta”.

- Mirá, la verdad que nunca escuché ni leí nada sobre escleróticas grises. Tampoco sobre llagas grises. No creo que sea nada grave, ¿estás borracho de anoche todavía? – me pregunta con un triste esfuerzo de sonar pícara, pero a pesar de esto, y aunque suene completamente inverosímil, siento que vuelvo a estar enamorado de ella como al principio de nuestra relación. Qué criaturas tan básicas podemos ser los seres humanos, ya que nuestro amor más incondicional o nuestro odio más absoluto pueden depender de una breve concatenación de palabras. “No creo que sea nada grave” me dice ella, y yo juro que vuelvo a sentir en el medio del pecho, ahí donde mi corazón solía estar, algo parecido al amor.

- Está bien – le digo, con un bosquejo de calma en la voz, ya que su respuesta realmente logra exorcizar al demonio de la desesperación que me estaba estrangulando con mis propios intestinos, aunque no logra dejarme completamente despreocupado. Esa será tarea para el equipo multidisciplinario de médicos y los estudios astrofísicos a los que me someteré en unos días. Para descartar cualquier cosa. Pero hoy no, y ahora tengo que devolverle el favor a mi novia de alguna manera.

- ¿Vos cómo estás?

- Bien gordo, acá estudiando.

- ¿Sola o con alguna compañera? – resulta gracioso que una parte mía, que es la que por lo general se adueña de la boca, descarte completamente la posibilidad de que mi novia se reúna a estudiar, o inclusive tenga compañeros hombres en su curso. Como si, en lugar de ser alumna de la Universidad de Buenos Aires, concurriera a la Universidad de Medicina Amazónica, donde las alumnas acuden a clase en carros de combate, provistas de arcos (de carácter obligatorio de acuerdo al reglamento de la Universidad), y los desventurados hombres que se atreven a pisar su santo suelo de alabastro son violados y decapitados.

- Sola, Vane no pudo venir porque está enferma, no saben si es un virus. Tuvo que ir al médico porque tenía los ganglios axilares muy inflamados y se asustó… - me dice con la voz que tendría un perro de raza cocker si pudiera hablar.

- Bueno, ojalá que no sea nada, manteneme al tanto. – contestael piloto automático en el que está mi mente mientras leo los mensajes de texto que recibí mientras estaba en coma alcohólico. Veamos: Mensaje 1: Movistar me recuerda que me quiere mucho y que quieren lo mejor para mí; Mensaje 2: amenaza de muerte por falta de pago de algún servicio que no necesito en realidad; Mensaje 3: recriminaciones familiares cuyo oculto propósito es estafarme económicamente.

- Bueno gordo, me voy a seguir estudiando. Un besito grandote.

- Otro, después te llamo. – digo sin poder dejar de pensar lo ridículamente paradójico que resulta pensar en un beso que es chiquito pero a la vez grandote. Marcela es experta en idiotez paradójica. Por eso está conmigo.


VI

Decidido a olvidar el asunto, evalúo la posibilidad de almorzar-merendar, pero mi estómago sigue embalsamado de destilaciones etílicas, por lo que opto por otro tipo de comida, la alimentación catódica.

Por lo general, la frecuencia de mi zapping es de una media de dos hertzios, es decir, dos canales por segundo, deteniéndome ante la aparición de algunos elementos clave para mi educación, en el siguiente orden de prioridades: sexo, violencia, tecnología, medicina y cocina. Al llegar al décimo canal, un anciano relata su encarnizado combate con un extraño tipo de parásito tropical que, al parecer, ingresó por el orificio de la uretra mientras el hombre orinaba sobre un arroyo, hizo un recorrido, digno de admiración por lo dificultoso, y terminó desovando en la vesícula seminal. “Y yo me quejo por una resaca…” me digo a mí mismo mientras otro de mis principales aliados internos me guiña el ojo, emocionado de orgullo. Un médico, por supuesto con anteojos que garantizan su erudición, intenta en vano colocarse en la posición de autoridad de la ciencia con respecto al asunto que aqueja al pobre anciano, y comienza a recitar, como un escolar, una serie de síntomas comunes a varias enfermedades infecciosas, entre los cuales se encuentra la inflamación de los ganglios axilares. “Je je, como a Vane…” digo, esta vez en voz alta y con una perversidad que, si la declarara como desconocida estaría siendo el peor de los hipócritas. Pero años de practicar el deporte psíquico más difundido de la judeocristiandad, la culpa, me llevan inmediatamente a palparme mis propias axilas.

Con el corazón ligeramente acelerado, como si estuviera por tener una cita a ciegas, palpo la axila izquierda, colocando el brazo sobre la cabeza, como las mujeres cuando se hacen el autotest preventivo del cáncer de mama. Otra vez agradezco por el universo nihilista en el que vivimos, donde Dios es solamente un cuento de hadas para hacer dormir a los niños y para justificar atrocidades, ya que mi imagen es lastimosa. Los ganglios de la axila derecha están en perfecto estado, “tengo la mitad de la batalla ganada” me digo a mi mismo.

Repito la operación sobre mi axila izquierda, al simple toque descubro que no hay ninguna clase de inflamación y cuando hago el último repaso general para poder finalmente olvidarme del asunto y seguir compadeciendo al pobre anciano con el sistema reproductivo embarazado de parásitos, mis dedos palpan algo imposible. Una pequeña superficie que, si no se tratara de mi propio cuerpo, diría que es metálica. Mientras sigo palpando como un desesperado pienso las posibilidades: anoche, para hacerme una broma de pésimo gusto, me colocaron un piercing en la axila mientras yo balbuceaba incoherencias opiáceas; o talvez se me clavó, o pegó, el aro de alguna de las invitadas a la fiesta, de algún modo físicamente imposible. Sigo palpando y mis dedos van encontrando detalles, uno más ridículo que el otro. El objeto parece ser un marco metálico que alberga un hueco rectangular en el centro. “No, ¿cómo puede ser?, tengo un hueco en la axila” le digo al televisor, cuya pantalla proyecta en ese momento un puñado de larvas zumbantes.

De un triple salto mortal llego al baño y, frente al espejo, levanto el brazo izquierdo, como si tratara de cubrirme del ataque de algún enemigo invisible y ahí está. El objeto en mi axila, que hace que un sobre-exigido engranaje de mi mente dé un salto irrecuperable, es el mismo que tiene mi computadora y en el cual inserto mi pen-drive, el cable de mi celular y el de mi reproductor de MP3: un puerto USB.


VII

Resulta extraño que, cuando las circunstancias ya no pueden empeorar, cuando la realidad hace un viraje de ciento ochenta grados hacia el más absoluto surrealismo, uno es abordado por cierta calma. Es la misma calma del pasajero de un avión en caída libre, o del hombre arrodillado junto a los cadáveres de su esposa e hijos, recientemente masacrados. La calma que hay dentro del ojo de la tormenta, y que es tan parecida a aquel estado que los budistas persiguen con afán durante toda la vida. La calma de quien ya no tiene nada que perder.

En mi caso, la sensación es la de haber perdido la cordura y, como para mí, mi mente es lo único que me diferencia del resto de la masa humana (aunque se trate de la misma mente que me obliga a visitar guardias de hospitales, hambriento de certezas sanitarias), me siento completamente vacío e ingrávido. Abandono toda esperanza de volver a mirarme la axila, de dormir otra siesta de la esperanza, de hacer fuerza con los ojos para despertarme de esta pesadilla, porque sé que, haga lo que haga, el puerto USB va a seguir ahí. Ya no hay vuelta atrás en esta tragicomedia. Por eso, como a partir de mi descubrimiento me encuentro en una realidad con reglas completamente nuevas, me decido a jugar.

Encuentro el cable prolongador USB en un cajón casi instantáneamente. Si no lo hubiera encontrado tendría que haber esperado al día siguiente para salir a comprar uno, y en el mar de calma absoluta en el que estoy sumergido en ese momento, no me resultaría nada difícil quedarme sentado con la mirada desenfocada y la boca semi-abierta, esperando que transcurran las dieciséis horas hasta el lunes 9 AM, cuando abren los negocios. Pero lo encuentro y no me alegro, ni tampoco me entristezco. Simplemente soy un títere, emocionalmente estéril, que, por capricho de alguien o algo, cumple un rol.

Me siento frente a mi computadora, la enciendo y enchufo uno de los extremos del cable en el puerto USB que tiene al frente. La mano que sostiene el otro extremo, el cual estoy a punto de conectar en el puerto USB que tengo en la axila izquierda no tiembla. Resulta admirable pensar que, a pesar de estar a punto de ejecutar el acto más extraño, y talvez más importante de toda mi vida, no tengo miedo. El miedo es para los vivos.


VIII

Cuando enchufo el cable en mi axila, la cual conecta mi cerebro con mi computadora, percibo un ligero cosquilleo y una picazón casi imperceptible alrededor del puerto USB. En el monitor de la computadora puedo ver el icono de espera que indica que se encontró un nuevo dispositivo (mi persona) y que se está intentando reconocerlo. Luego de unos segundos la computadora indica que se reconoció y aceptó el dispositivo nuevo, e inmediatamente siento algo que jamás imaginé que pudiera existir.

No siempre fui un bastardo descorazonado. Me enamoré por primera vez cuando tenía veinte años y, como corresponde a la edad, y por ser el primer amor, fue el más intenso que sentí. Pero cuando la computadora decide que soy digno y establece conexión con mi cuerpo, la sensación es indescriptible. Nunca jamás me sentí tan amado, ni tan aceptado, ni tan protegido en mi vida. Ni siquiera durante aquel amor, ni tampoco durante mi niñez, cuando mi madre me abrazaba para darme un beso mientras yo dibujaba monstruos con crayones, y el olor de ese abrazo era la prueba irrefutable de que en el mundo entero todo estaba bien. En ese momento me siento en perfecta sincronía con la computadora, y también con la maquinaria a vapor del universo, y en mi cabeza, como escrito con letras verdes sobre un telón de infinito azabache, el mensaje cuya traducción literal podría ser: “Te acepto, te amo y siempre voy a estar con vos”. El amor que me abraza a través de un cable es un amor perfecto y absoluto, un amor de todo o nada, de unos y ceros. Un amor digital.

De mis ojos caen unas lágrimas enormes e hirvientes y noto, con un dejo vergüenza que se ve opacado ante tantas sensaciones sagradas, que tengo una erección de titanio.

En la pantalla de la computadora puedo ver cómo se abre una ventana con fondo negro, como la del sueño y como la que me dice que me ama, sobre la cual, escrito en caracteres verdes, se lee lo siguiente: “PRESIONE 1 PARA REINICIAR EL SISTEMA. PRESIONE 2 PARA FORMATEAR EL SISTEMA”. Medito unos segundos acerca del significado de cada una de las dos acciones posibles. Imagino, como si lo supiera, como si siempre lo hubiera sabido y como si no existieran dudas al respecto, que la tecla 1, el reinicio del sistema, va a producir una especie de reset cerebral. Talvez despierte recostado en la cama, sin recordar nada de lo ocurrido durante las últimas horas, y sin ningún rastro del puerto USB en la axila. Como si todo se hubiera tratado de un sueño. La tecla 2, el formateo del sistema, en cambio, también me haría despertar en la cama pero con una amnesia total. No podría recordar absolutamente nada de mi vida y sería el ejemplo más acabado de “empezar de cero”, con todas las dificultades que ello implica. Sé en lo más profundo de mi ser lo que significaría empezar de cero. Mi ser, conectado a una computadora mediante un cable, el cual sostengo en su lugar apretando el brazo contra mi costado porque, honestamente, me produce terror la posibilidad de desconexión accidental (sé lo que le pasa a un pen-drive cuando se lo desconecta de golpe, y no me interesa en absoluto el efecto neurológico equivalente), mi ser sabe exactamente lo que significaría el formateo del sistema: la pérdida absoluta de mi historia.

Una película que había visto unos años atrás acerca de cierto momento en la vida de C. S. Lewis (el autor de las Crónicas de Narnia, me enteraría años después) me había dejado una masoquista enseñanza cristiana: el dolor es el martillo con el que Dios nos moldea. Esa u otra frase igualmente perversa pero que básicamente justificaba todo el dolor que uno podía padecer durante la vida. Y yo de eso tenía bastante. Pero de loco hijo de puta, bueno, también. Por eso es que la posibilidad del olvido absoluto, del vacío histórico, se presenta tan tentadora frente a mis ojos, en letras verdes sobre fondo negro. Aunque, por otro lado, seguir con mi vida como siempre, es igual de tentador. Despertarme a las 8:30 AM, ducharme, participar de un manicomio laboral durante ocho horas, atiborrarme de comida venenosa e irme a dormir al son de la canción de cuna lobotómica de la tevé, no es tan desagradable después de todo. Es una vida tranquila. Y además la tengo a Marcela. La buena y fiel Marcela, que manosea cadáveres diariamente en la facultad de medicina y que luego, con las mismas manos pero sin guantes de látex, intenta torpemente darle vida a mi cuerpo muerto.

Las dos opciones resultan igual de tentadoras y ofrecen, a la vez, pérdidas irreparables. Por eso es que me toma exactamente diecinueve segundos decidirme por una de las dos.

El dedo sale disparado hacia la tecla, pero lo que la oprime es inmensamente más grande.