sábado, octubre 17, 2009

Fenómenos preapocalípticos: Una ventana al espacio exterior

En un quirófano iluminado como un estadio de fútbol le realizan a un hombre una cirugía exploratoria. El paciente ha ido perdiendo peso inexplicablemente a través de las últimas semanas. Los estudios preliminares no registran ninguna causa, por esto es que médicos enguantados manipulan sus órganos abdominales como carniceros que preparan los cortes para un asado.
El cirujano principal toma la vesícula biliar, apartándola hacia un costado sin ningún tipo de delicadeza, pues para él el verdadero significado de sus actos, la auténtica escencia del acto quirúrgico en sí, podría volverlo loco o llevarlo al suicidio inmediatamente. Pero no es su verdadera escencia sádica, su secreto masoquismo visceral, del cual ni siquiera él es conciente, el detalle más perturbador de esta escena, sino aquello que el cirujano encuentra detrás de la vesícula, o mejor dicho aquello que no encuentra.
Al correr el órgano como si fuera un telón de carne el cirujano descubre un agujero del tamaño de una cereza, una ventana imposible al espacio exterior, a través de la cual puede ver con los ojos desorbitados de delirio cómo escapan minúsculas partículas del cuerpo del paciente, para alejarse flotando hacia las estrellas, las cuales pueden vislumbrarse a la perfección a través del imposible hueco.
La incredulidad del cirujano y los años de condicionamiento pragmático lo llevan a cometer el error de su vida, pues como Tomás palpando la herida mortal de Cristo, introduce los dedos índice y mayor de su mano derecha a través del agujero. Una décima de segundo luego de penetrar en esta herida en la realidad, sus dedos se congelan instantáneamente en un estado que no tiene retorno, poniendo fin abruptamente a su carrera en la medicina. En otra ventana, y no en esta, puede vérselo dedicando su vida a la carpintería.
El cirujano es inmediatamente relevado y el resto del equipo de carniceros, sin llegar a ver con sus propios ojos lo imposible, pues la vesícula, libre de la mano de la ciencia, vuelve a ocupar su lugar de manto de piedad orgánico, cierran al paciente y no vuelven a hablar de aquella tarde durante el resto de sus vidas.
Éste, como tantos otros, es un fenómeno que anuncia el quebrantamiento de todas las leyes naturales y humanas. Un fenómeno pre-apocalíptico.

Desenvainarse

Un samurai ingresa a un recinto en un atardecer del color del fuego.
 Luego de realizar el saludo ceremonial se acerca a su maestro en el arte de la katana, que en ese momento se encuentra pintando con acuarela un cerezo en flor.
- Maestro, mi peor enemigo es demasiado poderoso. No puedo vencerlo.

El anciano, sin abandonar su pintura, contesta:
- ¿Recuerdas cómo entrenábamos cuando recién llegaste a mí?
- Sí, maestro. Practicábamos los movimientos de matar con la katana envainada. Luego, a la hora de utilizarla desenvainada para cortar a un enemigo, la katana parecía en nuestras manos liviana como el viento.
- Exacto – dijo el maestro. - Ahora deberás hacer lo mismo pero con tu cuerpo. Sumérgete en el agua del lago hasta el cuello con tu katana y practica los movimientos. Hazlo todo el día durante dos años. Luego, sencillamente desenváinate del agua y tu cuerpo parecerá liviano como el viento. Entonces ve a matar a tu peor enemigo.

Así es que el samurai sumerge su cuerpo en el agua helada del lago y comienza a practicar. Los primeros días su cuerpo parece pesar como doce bolsas de tierra, sus músculos, doloridos por el esfuerzo, siguen moviéndose durante el descanso, como si tuvieran voluntad propia. Pero al pasar los días el samurai se vuelve cada vez más rápido, creando torbellinos bajo el agua.

El último día del segundo año de práctica el último movimiento del samurai, con la katana hacia adelante como queriendo cortar el agua, es tan perfecto que crea una ola que empapa a las mujeres que lavan la ropa a la orilla del lago. El samurai se desenvaina del agua, se pone sus ropas y se dirige a cumplir con su tarea. Ingresa al recinto, realiza el saludo ceremonial, desenvaina su katana y enfrenta a su peor enemigo, su propio maestro.
El anciano se encuentra pintando el monte Fuji en plena erupción; una imagen que no se ve desde hace muchos años.
- Maestro, he hecho lo que me dijiste y ahora vengo a matarte, pues mi peor enemigo eres tú; la única persona viva que es mejor que yo en el arte de la katana.

Luego de decir esto el samurai levanta su katana por sobre su cabeza y, liviano como el viento, se lanza hacia adelante para cortar a su maestro.

Un instante antes del golpe, y para la sorpresa del samurai, el maestro cae muerto, pues su espíritu, más liviano que el viento, se había desenvainado de su propio cuerpo.

El alumno, perplejo y avergonzado, comprende que semejante deshonra provocada sobre sí mismo tiene una sola salida: el sepuku, suicidio ritual que tantas veces había presenciado de otros hombres, y que siempre se había preguntado si, llegado el momento, sería capaz de cometer.

Arrodillándose sobre el suelo de madera del recinto desenvaina su cuchillo, lo vuelve a envainar, pero esta vez en su propio vientre, y desata una breve pero caudalosa tormenta roja.

El espíritu del maestro, antes de reunirse completamente con el viento, contempla su última pintura; las salpicaduras de sangre de su alumno sobre el papel de arroz de la puerta corrediza dibujan una bandada de gorriones sobre un cielo estrellado.

Jinete

I

- Acumulación de grasa dorsocervical. – dijo el médico sin mirarlo a los ojos, mientras escribía jeroglíficos ininteligibles en un papel (el lenguaje secreto de los médicos, pensó Felipe).
– No se preocupe, no es nada.
- Yo no me preocupo, ya sé que no es nada. Pero quisiera sacarme de una vez esta joroba que me cabalga desde hace casi un año.
- Mire, no vamos a someterlo al riesgo que implica una intervención quirúrgica por un motivo meramente estético, además, vamos hombre, que no es tan grande…
La joroba tenía el tamaño de una pelota de bowling pequeña; de las que no tienen agujeros.
- Vamos Felipe, no se me desanime… - dijo el médico con una sonrisa robótica mientras le palmeaba la espalda (tratando de esquivar la joroba). – Hay cosas más importantes en la vida para preocuparse. Como por ejemplo esa pancita cervecera, ¿eh? ¿Cuándo vamos a empezar la dieta?
Felipe abandonó el consultorio balbuceándo un desesperanzado “Gracias, hasta luego”, y maldijo para sus adentros a los siete médicos que había visitado desde que tenía la joroba, y que se habían negado a operarlo.


II

Esa noche soñó que era un caballo de carrera.
Galopa a toda velocidad por la pista, compitiendo con otros caballos como él. Felipe va primero. La peculiaridad de esta carrera es que ningún caballo lleva jinete a cuestas. De pronto, los competidores dejan de ser caballos y pasan a ser hombres desnudos corriendo desenfrenados. Los rostros empapados de sudor, algunos trabados en mueca extática, otros babeantes, enfurecidos por ganar, otros con la máscara sinuosa de la desesperación. Felipe puede ver cómo uno de estos últimos se va orinando mientras corre.
El olor a adrenalina no hace más que acentuar el horror provocado por los bufidos, gritos, gruñidos y llantos de los competidores. Felipe mantiene la calma porque va primero, aunque hay un competidor que acelera peligrosamente, haciendo tambalear su triunfo.
El competidor gira ligeramente la cabeza y lo mira a los ojos, diciéndole jadeante: - Dejame ganar… Por favor…
El haber quitado la mirada de la pista para rogarle a Felipe, hace que el competidor trastabille y caiga al suelo dando numerosas vueltas carnero sobre la tierra apisotonada. La imagen le recuerda a Felipe las vueltas carnero sobre las colchonetas en la escuela, la dificultad, el olor a lona húmeda y las risas burlonas de sus compañeros (frustración).
Felipe puede escuchar el chasquido que hace la pierna del competidor al romperse y un alarido descarnado, esta vez equino, pues los competidores vuelven a ser caballos de carrera.
Gana la carrera y mira con su cara alargada de caballo pura sangre a la tribuna, esperando una multitud vitoreante.
La tribuna está completamente vacía.
Mientras lo llevan al establo, puede ver de reojo al caballo que se rompió la pata. Un hombre con boina color bordó se lamenta mientras se saca de la cintura una pistola, le apunta al caballo herido en la cabeza y dispara un tiro certero, que da en la mitad de dos ojos suplicantes.
Se despierta instantáneamente dando un grito de espanto, empapado de sudor, con el corazón desbocado (como un caballo).
En la habitación, el olor eléctrico del miedo. Las sábanas, empapadas, aunque no solamente de sudor. Por primera vez en más de veinte años, Felipe se orinó en la cama.


III

A la mañana siguiente, Felipe contemplaba las frutas del supermercado, comparando el tamaño de cada una de ellas con el de su joroba. Este era un ejercicio cotidiano que a veces le daba cierta tranquilidad, aquellos días cuando felizmente podía alcanzar la conclusión de que: – No es tan grande… - aunque a veces esto le resultaba imposible: - Es enorme, estoy cagado…
Todo dependía, en realidad, de dos factores que, de hecho tenía anotados en en un cuaderno. Felipe era muy metódico. El primero de ellos era el tamaño relativo de las frutas en exposición. El segundo, en cambio, se desglosaba a su vez en otros tres factores: la calidad del dormir de la noche anterior, la cantidad de veces que le habían bombardeado la joroba con miradas inquisitivas durante el trayecto desde su casa al supermercado y, por último, el tamaño relativo de su joroba en ese momento. Pues, aunque los médicos lo negaran rotundamente, Felipe tenía la certeza de que ésta cambiaba de tamaño diariamente. Y no era que crecía constantemente, sino que a veces se achicaba.
Por esto es que algunas mañanas se pasaba eternidades contemplando las frutas, sopesándolas, tomando dos de diferentes variedades, una en cada mano, y sacando conclusiones inaudibles, aunque sin dejar de mover los labios.
Su imagen era tan patética que era conocido por algunos concurrentes como “el loco de la joroba”. Si este bautizmo socarrón hubiera llegado a sus oídos alguna vez, probablemente se habría decidido a cumplir con alguna de sus fantasías de asesinato en masa, salpicando las frutas de su devoción con la sangre de los alegres clientes del supermercado. Afortunadamente esto nunca había ocurrido; de hecho, ya ni siquiera se acercaba el personal de seguridad a preguntarle si necesitaba ayuda. Y claro que necesitaba ayuda. Quería arrancarse esa mierda de “acumulación-de-grasa-dorsocervical” y apuñalarla un millón de veces, “¿me puede ayudar con esto? Claro que no, muchas gracias”.


IV

Un buen día Felipe regresaba a su casa cargando las compras del supermercado (y la joroba) cuando en un trayecto especialmente desierto del camino una mano con la velocidad de la experiencia callejera le arrancó el teléfono celular de la cintura. Felipe tardó en reaccionar menos de un segundo pero fue suficiente para que el ladrón se le alejara varios metros corriendo.
Como había sido una mañana de supermercado particularmente frustrante (un niño no dejaba de tratar de hipnotizarle la joroba con la mirada), decidió perseguir al ladrón. Corrió como un auténtico caballo de carreras y hasta estuvo a punto de alcanzarlo cuando, con la agilidad de la supervivencia callejera, el ladrón saltó una tapia de cemento y desapareció. Felipe, fortalecido por el odio, trepó la tapia con una agilidad que hasta a él mismo le sorprendió. Saltó del otro lado, pero no logró aterrizar con la misma suerte que su perseguido, quebrándose la tibia y el peroné de la pierna derecha en un chasquido familiar que, si no hubiera sido por el dolor lacerante que padecía allí tirado en el suelo, le habría provocado un vómito instantáneo. Retorciéndose de dolor, se tocaba la pierna en aquel lugar que instintivamente sabía era el foco de su sufrimiento. Dos cosas fuera de lugar lo sorprendieron como nunca en su vida; una humedad pegajosa y una protuberancia dura y afilada que sobresalía de donde no tenía que sobresalir. Juntó valor, se subió la pierna del pantalón con un dolor que casi lo desmaya y miró: El panorama, nada bueno en absoluto, era rojo y blanco. Rojo como la sangre que le manaba a borbotones de una herida que parecía una sonrisa desdentada y blanco como el hueso fracturado que se asomaba de la misma. Era como si su propia tibia, cansada de vivir en la oscuridad, hubiera decidido de una vez por todas asomarse a conocer en persona a su dueño. La imagen de su propia ruina lo hizo llorar, hasta comenzar a reírse como un maníaco. Porque por primera vez en años la joroba, la maldita acumulación-de-grasa-dorsecervical, había pasado completamente a segundo plano. La fractura expuesta que lo torturaba en ese momento y que hacía peligrar seriamente su vida era ahora todo su universo. Pero este amargo consuelo no duró demasiado pues, como la vida de Felipe parecía ser escrita por un oscuro guionista perturbado mentalmente, la joroba, por imposible que pudiera parecer dadas sus actuales circunstancias, volvió a ocupar la totalidad de su atención pues dentro de la misma algo empezó a moverse frenéticamente. Un dolor desde dentro de su espalda, que hacía que el de su pierna pareciera una simple cosquilla, le provocó un alarido que se escuchó prácticamente en todo el barrio. De la parte superior de la joroba, atravesando piel y ropa, salió tímidamente una especie de uña blanca casi translúcida, afilada como un bisturí y, como abriendo el cierre relámpago de una carpa, realizó un veloz corte hacia abajo hasta el final de la joroba. Si Felipe hubiera tenido fuerzas para volver a gritar lo habría hecho aún más fuertemente que segundos antes, pero el único sonido que salió de su boca fue un tenue gemido de agonía.
La criatura salió de la espalda de Felipe y, rodeando la cabeza de éste, se puso frente a sus ojos. Era un día de encuentros para Felipe, porque en apenas minutos había conocido en persona a su propia tibia y al jinete que lo cabalgaba desde hacía años, y que había salido de su espalda como la desnudista que sale de la torta gigante. Pero el jinete no se parecía en absoluto a ninguna desnudista pues el ser que ahora lo contemplaba con la cabeza ligeramente inclinada a un lado era un pequeño humanoide casi esquelético, blancúzco y de pequeños y hundidos ojos rosados. De su cabeza, que tendría el tamaño de una nuez, colgaban escasísimos mechones de pelo débil e incoloro, salvo por algunos coágulos de la sangre de Felipe que en algunas zonas le daban una amarga tonalidad rosada. Una suerte de taparrabos cuyo género recordaba perturbadoramente a la piel humana, cubría lo que probablemente serían los genitales. Felipe, que a esa altura de la velada ya se había vuelto completamente loco, dijo en una voz inaudiblemente débil “Si tienen pudor no pueden ser tan malos” y fue como si quien dice la frase “No somos nada” en el velatorio fuera el mismo muerto. Y el jinete, como si lo entendiera y demostrando una versión completamente ajena a la humanidad del sentimiento de piedad, alzó su afilada garra con un ligero temblor que podría interpresarse como titubeo. Felipe, adivinando que la próxima acción del jinete iba a ser la de sacrificarlo (como a un caballo con la pata rota), le dedicó una mirada suplicante y un gemido que condensaba la frase “No estoy tan mal, nada que unos meses de yeso no puedan arreglar”. Pero la garra bajó cercenándole la carótida con precisión quirúrgica y, antes de que para él se apagaran las luces por última vez, pudo ver cómo, de los diminutos ojos de la criatura brotaban algunas lágrimas. Dicen que cuando una persona está muriendo puede ver ante sus ojos una especie de resumen acelerado de su propia vida. La mente de Felipe, luego de comprender que su vida había sido menos que la de un caballo, prefirió aprovechar el limitado tiempo que le quedaba y se puso a atar cabos. Y relacionó, como quien hace un collar de cuentas de diferentes colores y tamaños, hechos que hasta ese momento habían parecido aislados; la reticencia de los médicos a operarlo e inclusive a mostrarle sus propios estudios, los cuales ellos se empeñaban en realizar; aquellas noches de tormenta en las que se quedaba dormido, como desmayado, mirando televisión, amaneciendo varias horas después con los zapatos embarrados; las miradas de algunas personas, como reconociéndolo, en lugares de la ciudad que él jamás había visitado; y el terrible asesinato de su vecina del quinto piso, los policías interrogándolo, uno de ellos, el más antiguo, con la mirada fría de quien reconoce a un asesino en cuanto lo ve y el detalle más horripilante: el mechón de cabello de la vecina en su caja de recuerdos (aparentemente sus funciones como caballo de la criatura no se limitaban solamente al paseo). El jinete acompañó a Felipe en sus segundos finales y, cuando estuvo seguro de su muerte, su liliputiense boca exclamó una frase que a oídos humanos hubiera sonado a “Keches pé, kenane tiste nañá...”. Luego de asegurarse de que ningún testigo haya presenciado aquella curiosa cita a ciegas entre Felipe, su tibia y un ejemplar de una raza que cabalga a los hombres desde que son tales, protegidos por una conspiración que involucra por lo menos a varios médicos, el jinete se volvió casi completamente translúcido, como una medusa, y se dirigió a alguna calle transitada de la ciudad, a elegir una nueva montura.

miércoles, septiembre 30, 2009

El Último Topolín al Final del Infinito

Durante mi infancia podía conseguirse en los kioskos un verdadero artefacto mágico llamado Topolín. El mismo constaba de un sobre de papel que contenía un chupetín de sabor químico, una sorpresa que variaba entre una lanchita con motorcito fuera de bordita, una raquetita de tenistita, un autito chocadorcito, etc. todo confeccionado en rebabado plástico de colores primarios. Pero la verdadera magia del Topolín no era el humilde juguetito que albergaba el sobre, sino la maravilla impresa a cuatro colores en el exterior del mismo.
El juguetito podía ser de mayor o menor calidad, dependiendo de la suerte del portador, pero absolutamente todos los sobres, pues lo maravilloso parece arreglárselas para ser distribuído uniformemente a través de la realidad, todos los sobres tenían la imagen de un topo humanoide vestido con camisa verde a cuadros y moño rojo. El coqueto personaje en cuestión era nada menos que Topolín, quién a su vez empuñaba en su mano izquierda otro sobre de Topolín con su misma imagen empuñando otro sobre, y así sucesivamente hasta el infinito.
Solía pasarme eternidades contemplando el sobre, tratando de llegar a ver al "Ultimo Topolín al final del infinito" y en más de una oportunidad me he valido de una lupa potentísima con el fin de ver lo más dentro posible de esta suerte de enigma. Aquel que me hubiera visto en esos momentos, habría pensado que me encontraba en una especie de trance místico, orándole a una estampita de alguna religión pop.
Resignándome a jamás llegar a contemplar al Último Topolín y atribuyéndole las causas de mi frustración a la mala calidad de la impresión del sobre e inclusive a las limitaciones en la resolución del ojo humano (sí, era un experto en encontrar causas exógenas a las castraciones que me imponía la realidad), me recostaba en mi cama con ojos soñadores, tratando de imaginarme al mítico Último Topolín.
¿Qué tendría en la mano izquierda este descendiente final de una larga casta de topos humanoides? ¿Sabría él que era el Último de los Topolines? Y lo más importante de todo, ¿me guiñaría el ojo en un gesto de complicidad, como diciéndome "Sí, soy conciente de ser sólo una imagen en un sobre de papel, ¿y vos?". Eran estos algunos de los interrogantes que ocupaban mi tiempo cada vez que recibía un Topolín de regalo.
En esa época de mi vida, cada vez que subía a un ascensor con paredes espejadas y contemplaba mi propia imagen reflejada hasta el infinito, repetía el mismo ritual: Alzaba mi mano lo más rápido posible, con el afán de ganarles en velocidad a mis múltiples versiones reflejadas, y hasta a veces albergaba la secreta esperanza de captar con mis ojos cómo alguna de estas repeticiones de mí mismo a través del tiempo se rehusaba caprichosamente a alzar su mano. Por supuesto, siempre fracasaba en ambos anhelos, de otra manera este relato sería ligeramente diferente y estaría siendo escrito desde algún manicomio.
Otra de mis infructuosas actividades predilectas de esa época era el por demás ambicioso deseo de mover objetos con la mente. Así es que en más de una oportunidad mi madre ha irrumpido en mi cuarto, sorprendiéndome con la mirada clavada como un puñal en un vaso (vacío, para facilitar la tarea), la frente sudorosa y la boca en un rictus tembloroso. "¿Qué estás haciendo?" me preguntaba por lo general, obteniendo siempre como respuesta un disimulado "Nada, estoy jugando.", por supuesto sin romper la concentración. Otras veces mi madre sencillamente se retiraba en silencio, resignándose a tener un hijo con problemas.
No es necesario que aclare que ninguno de mis intentos telekinéticos arrojó resultados observables, de lo contrario probablemente habría sido secuestrado por la KGB para formar parte de alguna unidad de elite ultrasecreta y, modestia aparte, la guerra fría habría tenido otro desenlace. O al menos esa era mi fantasía omnipotente.
En la actualidad soy un hombre a quién la educación y la experiencia de vida le han enseñado que la energía no se crea ni se destruye, que no se puede viajar más rápido que la velocidad de la luz y que el infinito es una abstracción inexperimentable. A pesar de todo esto debo confesar que muchas noches, desilusionado ante deseos mucho menos ambiciosos que no se cumplen, apoyo mi cabeza en la almohada deseando soñar con aquellos tiempos en los que, talvez como causa de ser un niño tan solitario pero atiborrado de sueños, intentaba mover objetos con la mente, me apresuraba a ganarle en velocidad a mis gemelos del otro lado del espejo e intentaba contemplar al Último Topolín al final del infinito para que me revele los secretos de nuestra propia realidad, la de animales de carne que se rompe.
Si el tiempo se pareciera a aquella sucesión eterna de Topolines, sé que en alguna de esas repeticiones espejadas de mí mismo; en algún lugar del tiempo yo sigo estando allí, perpetuamente ilusionado.

sábado, septiembre 12, 2009

Fenómenos preapocalípticos: Un perfecto círculo de pájaros muertos

Para celebrar la asunción de un ministro determinado, se realiza una suelta de palomas blancas en la plaza central de un determinado pueblo. Las aves se dispersan volando en el aire, como las partículas en una explosión, obedeciendo a algún modelo del caos, pero en un momento completamente inesperado forman una ronda en el cielo y caen muertas al césped de la plaza, dibujando un perfecto círculo de pájaros muertos.
Éste, como tantos otros, es un fenómeno que anuncia el quebrantamiento de todas las leyes naturales y humanas. Un fenómeno pre-apocalíptico.

miércoles, septiembre 09, 2009

La Última Aventura Onírica de Lennon-McCartney

Durante su apogeo creativo, Lennon-McCartney solían encontrarse en sueños para realizar tareas oníricas cuyos resultados hacían eco en la vigilia de maneras insospechadas.
Construir un hipopótamo de cristal, órgano por órgano; trepar al lomo de una bestia-ciudad de movimiento permanente para enarbolar la bandera del Reino de los Duendes; introducirse, a través de una fosa nasal, en el lóbulo frontal de un dios mesopotámico para extirparle a machetazos un arbusto maligno, fueron algunas de las aventuras oníricas de Lennon-McCartney. Ésta fue la última de ellas:
Lennon-McCartney se encuentran frente a una gigantesca puerta de doble hoja, realizada en madera de árboles de siete diferentes tonalidades del azul. Para abrir la puerta es necesario resolver un enigma mecánico cuya solución encuentran en la decodificación del canto de un pájaro hecho de gases condensados.
Cuando finalmente abren la puerta, Lennon-McCartney la hoja izquierda al mismo tiempo que Lennon-McCartney la hoja derecha, descubren con fascinación pediátrica que la misma conduce a una realidad completamente azul.
Ambos saben con una certeza que vibra en todos sus chakras, como una sinfonía orgánica, que si atraviesan esa puerta no habrá vuelta atrás.
Lennon-McCartney mira como avergonzado a Lennon-McCartney y le dice: - Disculpame pero tengo miedo. No voy a entrar. -. Lennon-McCartney le contesta con resignación: - Está bien, te entiendo – y se saludan por última vez.
McCartney vuelve por el camino que los condujo hasta la puerta. Las manos en los bolsillos, la mirada perdida. Lennon respira hondo y atraviesa la puerta azul con férrea decisión. A medida que penetra en la realidad azul sus ropas, su piel, su cabello, sus pesamientos se vuelven completamente azules.
La primera plana del diario de la mañana siguiente reza:
John Lennon ha sido asesinado.

jueves, septiembre 03, 2009

Un Castigo Bíblico

El siguiente relato está basado en hechos reales, que a su vez están basados en un relato.


Tenía apenas seis años y, a pesar de la inocencia inherente a mi corta edad, había cometido el crimen más grande que un ser humano pudiera cometer.
Un acto que ensombrece al regicidio y la traición a la patria, y que deja a los crímenes de lesa humanidad en el terreno de lo meramente anecdótico.
Guiado por mi distracción crónica, capaz de desatar una reacción en cadena que desemboque en un apocalípsis escarlata, y por la asistencia que hasta el día de hoy considero inocente de mi compañero Julito, cometí aquella aberración máxima sobre el pizarrón del aula preescolar a la cual mis padres me sometían de lunes a viernes.
La maestra nos había abandonado a nuestra suerte una vez más, probablemente con el fin de poder tomarse un mate cocido, intercambiar alguna que otra diatriba cruel con un ejemplar de su misma calaña, o para realizar alguna otra de las prácticas funestas que esta prole diabólica ejecuta para aparentar humanidad.
En el aula reinaba el caos más absoluto, o al menos el tipo de caos que un puñado de niños de seis años es capaz de desatar. Excitadísimo por formar parte de un ritual colectivo, yo hacía mi humilde pero apasionada contribución dibujando “el fondo del mar” en el pizarrón anteriormente mencionado.
Como lo único que podía poner límites a mi fecunda imaginación era la finitud de los objetos de la realidad, la tiza con la que dibujaba no tardó en reducirse a un polvoriento grano blanquecino. Un sentimiento de profunda congoja llenó mi corazón, pero los negros cuervos que anunciaban la temprana muerte de una promisoria carrera artística pronto se vieron ahuyentados por las esperanzadoras y agitadas palabras de Julito: “Tomá, seguí dibujando”, me dijo con el rostro encendido con un fulgor majestuoso. Me arrojó la tiza desde una imposible distancia de cuatro metros, pues yo siempre había sido mortalmente torpe para atrapar objetos en el aire, habilidad de la que, para mi desgracia y la de mi popularidad, depende gran parte de los juegos infantiles. Pero esa tarde era como si los dioses del Olimpo estuvieran de nuestro lado y la tiza, como guiada por la mano de Atenea, aterrizó con precisión milimétrica en mis manos.
Contemplé la tiza con un asombro triunfal, probablemente con la misma actitud del rey Arturo luego de liberar a Excalibur de la roca y, por primera vez en mi vida, pude contemplar un objeto más blanco que el blanco de los sueños. Empuñé en mi mano, que se sentía indigna de semejante honor, la tiza mágica y, con actitud reverente y ceremoniosa, apoyé la punta en el pizarrón.
Lo que ocurrió a continuación resulta imposible de describir con palabras pero, talvez, recurrir una vez más a la metáfora, pudiera servirme de sucedáneo, pues dibujar con aquella tiza divina era como expulsar a las tinieblas del pizarrón, liberando y revelando las maravillas que se encontraban prisioneras y ocultas en la profundidad de su infinita negrura.
Cardúmenes de peces que, como diamantes de una corona real, adornaban el vasto océano, algas que parecían esculturas extraterrestres y cofres que, desbordantes de inimaginables tesoros, llenaban ahora aquel pizarrón que unos momentos atrás había sostenido, seguramente avergonzado, si es que los pizarrones pudieran sentir, algún bosquejo inútil y vulgar, producto de la mano sudorosa y cruel de la maestra. Hasta un avesado acuanauta atravesaba el mar de ébano, maravillado por aquel paisaje onírico que, ante sus ojos antiparrados, se desplegaba vasto y extraordinario. Una sirena de belleza inconmesurable, con una cola de mil matices del plateado, una cabellera dorada adornada con caracolas de todos los colores del universo y un cinturón hecho de estrellas de mar vivas que, girando como en una ronda ceremonial alrededor de la esbelta cintura, parecían celebrar la perfecta unión entre el hermosísimo torso humano y la exótica cola de pez de la sirena.
Aquella mítica criatura, que era la representación orgánica de una armoniosa convivencia entre el agua y la tierra, fue la última invocación que pude hacer con la tiza mágica pues la maestra, con el cuerpo tomado por la cólera y los ojos anegados en lava ardiente me soltó un gutural y explosivo “¡qués-tasasién-dó!”. Y entonces, como herido de muerte por las malignas palabras mágicas de la maestra, el encanto se rompió para siempre.
La tiza mágica dejó de serlo, transformándose en un vano y grasoso crayón blanco que la maestra, luego de arrebatarme con la velocidad de una banshee diabólica, agitaba frente a mis ojos ametrallándome con palabras que yo no podía escuchar, pues me sentía en ese momento como quien contempla impotente el asesinato de la última criatura mitológica sobre la tierra con un rifle de francotirador.
La maestra, transfigurada en bestia antropófaga, con las manos crispadas como garras y la mándibula desencajada de furia, revolvía los ojos con ira asesina. En ese momento no comprendí el significado de tal actitud que, además de llenarme de profundo terror, me resultaba de lo más extraña. Cuando por fin dejó de hacer sonidos guturales y volvió al género humano (si es que alguna vez perteneció al mismo) se dignó a hablar y ahí lo comprendí todo. Estaba pensando un castigo ejemplar. Un castigo bíblico.
La creatividad al servicio del mal no tiene límites, y algunas veces puede estar condimentada con cierto deja vu bíblico, pues el castigo que la oscura mente de la maestra había urdido constaba de lo siguiente: párese a los culpables en una superficie con cierta altura, luego, en un terreno más bajo, coloque una multitud, preferentemente, y para hacer el castigo aún más doloroso, de pares de los culpables. Luego, en voz alta y clara, pregunte quién de los culpables debería ser perdonado. La multitud se expresará y el castigador podrá oir, probablemente a grandes razgos, dejando en realidad la decisión final para sí mismo, el nombre del culpable que deberá ser castigado. El acto final, el cual dará un cierre simbólico a la ceremonia, quedará a criterio del castigador. Podrá optarse, por ejemplo, por alzar los brazos con los puños cerrados esperando la ovación de la multitud, gritar la frase “el pueblo ha hablado” o lavarse las manos en una tinaja. Nótese que este último acto fue realizado hace más de dos mil años en un juicio importantemente histórico, por lo cual su repetición le daría al castigo una dimensión simbólica extra.
Así fue que Julito y yo estábamos parados en el descanso de la escalera que iba de la planta baja al primer piso, y en la planta baja todos nuestros compañeros de aula con la maestra que, babeándose de placer satánico, en un momento gritó con un volúmen que casi hace añicos todos los vidrios del colegio Cisneros de la Boca: “¿A quién perdonamos?”.
Un coro de treinta y dos voces chillonas, probablemente todos ellos futuros abogados corruptos, soplones policiales o taxistas hitlerianos, gritó al unísono y en impecable sincronía: “¡Julito!”, y mí se me rompió el corazón en un millón de pedazos por primera vez en mi vida.
El recuerdo del castigo al que se me condenó luego del improvisado juicio pilático (corría el año 1977 y, evidentemente, la maestra estaba hambrienta de democracia de un modo sádico y deforme) fue eficazmente reprimido por mi piadoso aparato psíquico, por lo que se hundió en los misericordiosos mares del olvido. Pero aunque se hubiese tratado de alguna forma de tortura medieval, lo que no hubiera desentonado con la época, ya que en esos años el Estado torturaba a sus ciudadanos con la misma facilidad y el mismo empeño con que les cobraba los impuestos, este castigo jamás podría haber sido tan terrible, tan dolorosamente indigno, como el escuchar aquel corito de ángeles del infierno imprimir a viva voz un moretón indeleble sobre la superficie de mi alma. Y no podría asegurarlo, pues muy probablemente se deba a la prodigiosa capacidad de mi memoria de editar los recuerdos, dándoles en muchos casos características cinematográficas, pero creo recordar a la maestra, luego de oir a mis pares condenarme, asentir lentamente con la cabeza, esbozando una discreta pero perceptiblemente obscena sonrisa de deleite.
Año tras año dejamos el futuro del mundo en las garras de criaturas abyectas y resentidas; monstruos desalmados que, si las leyes no lo penaran, devorarían a sus propios hijos como Cronos, con el solo objetivo de reafirmar alguna draconiana lección, y a pesar de este hecho nos rasgamos las vestiduras en actitud de indignación cuando nos enteramos por televisión de algún genocidio.
Cría cuervos y te comerán los hijos.

viernes, mayo 22, 2009

El Tao de los Soles Gemelos

Hay un sol maligno al otro lado de la galaxia.
Una ciclópea esfera de verdiazul incandescencia cuyo existencia tiene como único objetivo reencontrarse con su gemelo antitético, nuestro propio sol, en un apocalíptico abrazo final.
Por esto es que desde el principio de los tiempos sigue inexorablemente una trayectoria rectilínea y uniforme, dejando tras de si una estela de aniquilamiento cósmico.
Nada puede hacer con su destino regicida puesto que es como una flecha que se disparó millones de años atrás desde un arco de negrura espacial.
Cuando su asesina cercanía sea lo suficientemente perceptible por los artilugios humanos éstos lo bautizarán con diferentes nombres con la esperanza de quien se aprende de memoria todos los términos relacionados con la enfermedad que lo está matando. Némesis, Caín, Yan. Serán éstos los vanos intentos de la humanidad de domar semioticamente una catástrofe astronómica. Pero los soles son indomables y éste es un ejemplar particularmente asesino.
El Tao de los Soles Gemelos es inevitable y los hombres, en los últimos instantes que precederán a su extinción, comprenderán, mirando hacia el cielo con amargos rostros de aceptación, el verdadero significado de la brutalidad cósmica.

Dos hermanos se abrazan y la luz de una vela se extingue.