Durante mi infancia podía conseguirse en los kioskos un verdadero artefacto mágico llamado Topolín. El mismo constaba de un sobre de papel que contenía un chupetín de sabor químico, una sorpresa que variaba entre una lanchita con motorcito fuera de bordita, una raquetita de tenistita, un autito chocadorcito, etc. todo confeccionado en rebabado plástico de colores primarios. Pero la verdadera magia del Topolín no era el humilde juguetito que albergaba el sobre, sino la maravilla impresa a cuatro colores en el exterior del mismo.
El juguetito podía ser de mayor o menor calidad, dependiendo de la suerte del portador, pero absolutamente todos los sobres, pues lo maravilloso parece arreglárselas para ser distribuído uniformemente a través de la realidad, todos los sobres tenían la imagen de un topo humanoide vestido con camisa verde a cuadros y moño rojo. El coqueto personaje en cuestión era nada menos que Topolín, quién a su vez empuñaba en su mano izquierda otro sobre de Topolín con su misma imagen empuñando otro sobre, y así sucesivamente hasta el infinito.
Solía pasarme eternidades contemplando el sobre, tratando de llegar a ver al "Ultimo Topolín al final del infinito" y en más de una oportunidad me he valido de una lupa potentísima con el fin de ver lo más dentro posible de esta suerte de enigma. Aquel que me hubiera visto en esos momentos, habría pensado que me encontraba en una especie de trance místico, orándole a una estampita de alguna religión pop.
Resignándome a jamás llegar a contemplar al Último Topolín y atribuyéndole las causas de mi frustración a la mala calidad de la impresión del sobre e inclusive a las limitaciones en la resolución del ojo humano (sí, era un experto en encontrar causas exógenas a las castraciones que me imponía la realidad), me recostaba en mi cama con ojos soñadores, tratando de imaginarme al mítico Último Topolín.
¿Qué tendría en la mano izquierda este descendiente final de una larga casta de topos humanoides? ¿Sabría él que era el Último de los Topolines? Y lo más importante de todo, ¿me guiñaría el ojo en un gesto de complicidad, como diciéndome "Sí, soy conciente de ser sólo una imagen en un sobre de papel, ¿y vos?". Eran estos algunos de los interrogantes que ocupaban mi tiempo cada vez que recibía un Topolín de regalo.
En esa época de mi vida, cada vez que subía a un ascensor con paredes espejadas y contemplaba mi propia imagen reflejada hasta el infinito, repetía el mismo ritual: Alzaba mi mano lo más rápido posible, con el afán de ganarles en velocidad a mis múltiples versiones reflejadas, y hasta a veces albergaba la secreta esperanza de captar con mis ojos cómo alguna de estas repeticiones de mí mismo a través del tiempo se rehusaba caprichosamente a alzar su mano. Por supuesto, siempre fracasaba en ambos anhelos, de otra manera este relato sería ligeramente diferente y estaría siendo escrito desde algún manicomio.
Otra de mis infructuosas actividades predilectas de esa época era el por demás ambicioso deseo de mover objetos con la mente. Así es que en más de una oportunidad mi madre ha irrumpido en mi cuarto, sorprendiéndome con la mirada clavada como un puñal en un vaso (vacío, para facilitar la tarea), la frente sudorosa y la boca en un rictus tembloroso. "¿Qué estás haciendo?" me preguntaba por lo general, obteniendo siempre como respuesta un disimulado "Nada, estoy jugando.", por supuesto sin romper la concentración. Otras veces mi madre sencillamente se retiraba en silencio, resignándose a tener un hijo con problemas.
No es necesario que aclare que ninguno de mis intentos telekinéticos arrojó resultados observables, de lo contrario probablemente habría sido secuestrado por la KGB para formar parte de alguna unidad de elite ultrasecreta y, modestia aparte, la guerra fría habría tenido otro desenlace. O al menos esa era mi fantasía omnipotente.
En la actualidad soy un hombre a quién la educación y la experiencia de vida le han enseñado que la energía no se crea ni se destruye, que no se puede viajar más rápido que la velocidad de la luz y que el infinito es una abstracción inexperimentable. A pesar de todo esto debo confesar que muchas noches, desilusionado ante deseos mucho menos ambiciosos que no se cumplen, apoyo mi cabeza en la almohada deseando soñar con aquellos tiempos en los que, talvez como causa de ser un niño tan solitario pero atiborrado de sueños, intentaba mover objetos con la mente, me apresuraba a ganarle en velocidad a mis gemelos del otro lado del espejo e intentaba contemplar al Último Topolín al final del infinito para que me revele los secretos de nuestra propia realidad, la de animales de carne que se rompe.
Si el tiempo se pareciera a aquella sucesión eterna de Topolines, sé que en alguna de esas repeticiones espejadas de mí mismo; en algún lugar del tiempo yo sigo estando allí, perpetuamente ilusionado.
miércoles, septiembre 30, 2009
El Último Topolín al Final del Infinito
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divino, nene, me encantó!!!
ResponderEliminarcasi casi que son mis recuerdos!
la del espejo me encantaba...sobre todo me gustaba mover la boca y ver otro perfil de mi haciendo lo mismo (abría las alas del botiquín espejado del baño durante horas). Aquel rostro me resultaba irreconocible supongo por el ángulo entonces jugaba a que tenía conversaciones con otra yo que estaba en otra dimensión.
ja!