jueves, septiembre 03, 2009

Un Castigo Bíblico

El siguiente relato está basado en hechos reales, que a su vez están basados en un relato.


Tenía apenas seis años y, a pesar de la inocencia inherente a mi corta edad, había cometido el crimen más grande que un ser humano pudiera cometer.
Un acto que ensombrece al regicidio y la traición a la patria, y que deja a los crímenes de lesa humanidad en el terreno de lo meramente anecdótico.
Guiado por mi distracción crónica, capaz de desatar una reacción en cadena que desemboque en un apocalípsis escarlata, y por la asistencia que hasta el día de hoy considero inocente de mi compañero Julito, cometí aquella aberración máxima sobre el pizarrón del aula preescolar a la cual mis padres me sometían de lunes a viernes.
La maestra nos había abandonado a nuestra suerte una vez más, probablemente con el fin de poder tomarse un mate cocido, intercambiar alguna que otra diatriba cruel con un ejemplar de su misma calaña, o para realizar alguna otra de las prácticas funestas que esta prole diabólica ejecuta para aparentar humanidad.
En el aula reinaba el caos más absoluto, o al menos el tipo de caos que un puñado de niños de seis años es capaz de desatar. Excitadísimo por formar parte de un ritual colectivo, yo hacía mi humilde pero apasionada contribución dibujando “el fondo del mar” en el pizarrón anteriormente mencionado.
Como lo único que podía poner límites a mi fecunda imaginación era la finitud de los objetos de la realidad, la tiza con la que dibujaba no tardó en reducirse a un polvoriento grano blanquecino. Un sentimiento de profunda congoja llenó mi corazón, pero los negros cuervos que anunciaban la temprana muerte de una promisoria carrera artística pronto se vieron ahuyentados por las esperanzadoras y agitadas palabras de Julito: “Tomá, seguí dibujando”, me dijo con el rostro encendido con un fulgor majestuoso. Me arrojó la tiza desde una imposible distancia de cuatro metros, pues yo siempre había sido mortalmente torpe para atrapar objetos en el aire, habilidad de la que, para mi desgracia y la de mi popularidad, depende gran parte de los juegos infantiles. Pero esa tarde era como si los dioses del Olimpo estuvieran de nuestro lado y la tiza, como guiada por la mano de Atenea, aterrizó con precisión milimétrica en mis manos.
Contemplé la tiza con un asombro triunfal, probablemente con la misma actitud del rey Arturo luego de liberar a Excalibur de la roca y, por primera vez en mi vida, pude contemplar un objeto más blanco que el blanco de los sueños. Empuñé en mi mano, que se sentía indigna de semejante honor, la tiza mágica y, con actitud reverente y ceremoniosa, apoyé la punta en el pizarrón.
Lo que ocurrió a continuación resulta imposible de describir con palabras pero, talvez, recurrir una vez más a la metáfora, pudiera servirme de sucedáneo, pues dibujar con aquella tiza divina era como expulsar a las tinieblas del pizarrón, liberando y revelando las maravillas que se encontraban prisioneras y ocultas en la profundidad de su infinita negrura.
Cardúmenes de peces que, como diamantes de una corona real, adornaban el vasto océano, algas que parecían esculturas extraterrestres y cofres que, desbordantes de inimaginables tesoros, llenaban ahora aquel pizarrón que unos momentos atrás había sostenido, seguramente avergonzado, si es que los pizarrones pudieran sentir, algún bosquejo inútil y vulgar, producto de la mano sudorosa y cruel de la maestra. Hasta un avesado acuanauta atravesaba el mar de ébano, maravillado por aquel paisaje onírico que, ante sus ojos antiparrados, se desplegaba vasto y extraordinario. Una sirena de belleza inconmesurable, con una cola de mil matices del plateado, una cabellera dorada adornada con caracolas de todos los colores del universo y un cinturón hecho de estrellas de mar vivas que, girando como en una ronda ceremonial alrededor de la esbelta cintura, parecían celebrar la perfecta unión entre el hermosísimo torso humano y la exótica cola de pez de la sirena.
Aquella mítica criatura, que era la representación orgánica de una armoniosa convivencia entre el agua y la tierra, fue la última invocación que pude hacer con la tiza mágica pues la maestra, con el cuerpo tomado por la cólera y los ojos anegados en lava ardiente me soltó un gutural y explosivo “¡qués-tasasién-dó!”. Y entonces, como herido de muerte por las malignas palabras mágicas de la maestra, el encanto se rompió para siempre.
La tiza mágica dejó de serlo, transformándose en un vano y grasoso crayón blanco que la maestra, luego de arrebatarme con la velocidad de una banshee diabólica, agitaba frente a mis ojos ametrallándome con palabras que yo no podía escuchar, pues me sentía en ese momento como quien contempla impotente el asesinato de la última criatura mitológica sobre la tierra con un rifle de francotirador.
La maestra, transfigurada en bestia antropófaga, con las manos crispadas como garras y la mándibula desencajada de furia, revolvía los ojos con ira asesina. En ese momento no comprendí el significado de tal actitud que, además de llenarme de profundo terror, me resultaba de lo más extraña. Cuando por fin dejó de hacer sonidos guturales y volvió al género humano (si es que alguna vez perteneció al mismo) se dignó a hablar y ahí lo comprendí todo. Estaba pensando un castigo ejemplar. Un castigo bíblico.
La creatividad al servicio del mal no tiene límites, y algunas veces puede estar condimentada con cierto deja vu bíblico, pues el castigo que la oscura mente de la maestra había urdido constaba de lo siguiente: párese a los culpables en una superficie con cierta altura, luego, en un terreno más bajo, coloque una multitud, preferentemente, y para hacer el castigo aún más doloroso, de pares de los culpables. Luego, en voz alta y clara, pregunte quién de los culpables debería ser perdonado. La multitud se expresará y el castigador podrá oir, probablemente a grandes razgos, dejando en realidad la decisión final para sí mismo, el nombre del culpable que deberá ser castigado. El acto final, el cual dará un cierre simbólico a la ceremonia, quedará a criterio del castigador. Podrá optarse, por ejemplo, por alzar los brazos con los puños cerrados esperando la ovación de la multitud, gritar la frase “el pueblo ha hablado” o lavarse las manos en una tinaja. Nótese que este último acto fue realizado hace más de dos mil años en un juicio importantemente histórico, por lo cual su repetición le daría al castigo una dimensión simbólica extra.
Así fue que Julito y yo estábamos parados en el descanso de la escalera que iba de la planta baja al primer piso, y en la planta baja todos nuestros compañeros de aula con la maestra que, babeándose de placer satánico, en un momento gritó con un volúmen que casi hace añicos todos los vidrios del colegio Cisneros de la Boca: “¿A quién perdonamos?”.
Un coro de treinta y dos voces chillonas, probablemente todos ellos futuros abogados corruptos, soplones policiales o taxistas hitlerianos, gritó al unísono y en impecable sincronía: “¡Julito!”, y mí se me rompió el corazón en un millón de pedazos por primera vez en mi vida.
El recuerdo del castigo al que se me condenó luego del improvisado juicio pilático (corría el año 1977 y, evidentemente, la maestra estaba hambrienta de democracia de un modo sádico y deforme) fue eficazmente reprimido por mi piadoso aparato psíquico, por lo que se hundió en los misericordiosos mares del olvido. Pero aunque se hubiese tratado de alguna forma de tortura medieval, lo que no hubiera desentonado con la época, ya que en esos años el Estado torturaba a sus ciudadanos con la misma facilidad y el mismo empeño con que les cobraba los impuestos, este castigo jamás podría haber sido tan terrible, tan dolorosamente indigno, como el escuchar aquel corito de ángeles del infierno imprimir a viva voz un moretón indeleble sobre la superficie de mi alma. Y no podría asegurarlo, pues muy probablemente se deba a la prodigiosa capacidad de mi memoria de editar los recuerdos, dándoles en muchos casos características cinematográficas, pero creo recordar a la maestra, luego de oir a mis pares condenarme, asentir lentamente con la cabeza, esbozando una discreta pero perceptiblemente obscena sonrisa de deleite.
Año tras año dejamos el futuro del mundo en las garras de criaturas abyectas y resentidas; monstruos desalmados que, si las leyes no lo penaran, devorarían a sus propios hijos como Cronos, con el solo objetivo de reafirmar alguna draconiana lección, y a pesar de este hecho nos rasgamos las vestiduras en actitud de indignación cuando nos enteramos por televisión de algún genocidio.
Cría cuervos y te comerán los hijos.

3 comentarios:

  1. El relato es brillante!!, me encantó
    Tengo un versito infantil en honor a la maestra:
    Hola Señorita!!, ya estas en tu tumbita?, o quizas cremadita? que chiquitaaaa!, en una urnita?, o quizas quizas en una triste tazitaaa
    Suerte, en serio

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  2. Las maestras fueron lo peor de mi infancia! me acuerdo de una que, de bruta no más, me dijo algo que me lastimó para siempre. El relato es excelente.

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    1. Gracias Sabrina. Tengo un problema personal con las maestras y por las mismas razones, pero quiero creer que en la actualidad no se les permite liberar toda su crueldad y resentimiento sobre sus alumnos.

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