sábado, octubre 17, 2009

Fenómenos preapocalípticos: Una ventana al espacio exterior

En un quirófano iluminado como un estadio de fútbol le realizan a un hombre una cirugía exploratoria. El paciente ha ido perdiendo peso inexplicablemente a través de las últimas semanas. Los estudios preliminares no registran ninguna causa, por esto es que médicos enguantados manipulan sus órganos abdominales como carniceros que preparan los cortes para un asado.
El cirujano principal toma la vesícula biliar, apartándola hacia un costado sin ningún tipo de delicadeza, pues para él el verdadero significado de sus actos, la auténtica escencia del acto quirúrgico en sí, podría volverlo loco o llevarlo al suicidio inmediatamente. Pero no es su verdadera escencia sádica, su secreto masoquismo visceral, del cual ni siquiera él es conciente, el detalle más perturbador de esta escena, sino aquello que el cirujano encuentra detrás de la vesícula, o mejor dicho aquello que no encuentra.
Al correr el órgano como si fuera un telón de carne el cirujano descubre un agujero del tamaño de una cereza, una ventana imposible al espacio exterior, a través de la cual puede ver con los ojos desorbitados de delirio cómo escapan minúsculas partículas del cuerpo del paciente, para alejarse flotando hacia las estrellas, las cuales pueden vislumbrarse a la perfección a través del imposible hueco.
La incredulidad del cirujano y los años de condicionamiento pragmático lo llevan a cometer el error de su vida, pues como Tomás palpando la herida mortal de Cristo, introduce los dedos índice y mayor de su mano derecha a través del agujero. Una décima de segundo luego de penetrar en esta herida en la realidad, sus dedos se congelan instantáneamente en un estado que no tiene retorno, poniendo fin abruptamente a su carrera en la medicina. En otra ventana, y no en esta, puede vérselo dedicando su vida a la carpintería.
El cirujano es inmediatamente relevado y el resto del equipo de carniceros, sin llegar a ver con sus propios ojos lo imposible, pues la vesícula, libre de la mano de la ciencia, vuelve a ocupar su lugar de manto de piedad orgánico, cierran al paciente y no vuelven a hablar de aquella tarde durante el resto de sus vidas.
Éste, como tantos otros, es un fenómeno que anuncia el quebrantamiento de todas las leyes naturales y humanas. Un fenómeno pre-apocalíptico.

Desenvainarse

Un samurai ingresa a un recinto en un atardecer del color del fuego.
 Luego de realizar el saludo ceremonial se acerca a su maestro en el arte de la katana, que en ese momento se encuentra pintando con acuarela un cerezo en flor.
- Maestro, mi peor enemigo es demasiado poderoso. No puedo vencerlo.

El anciano, sin abandonar su pintura, contesta:
- ¿Recuerdas cómo entrenábamos cuando recién llegaste a mí?
- Sí, maestro. Practicábamos los movimientos de matar con la katana envainada. Luego, a la hora de utilizarla desenvainada para cortar a un enemigo, la katana parecía en nuestras manos liviana como el viento.
- Exacto – dijo el maestro. - Ahora deberás hacer lo mismo pero con tu cuerpo. Sumérgete en el agua del lago hasta el cuello con tu katana y practica los movimientos. Hazlo todo el día durante dos años. Luego, sencillamente desenváinate del agua y tu cuerpo parecerá liviano como el viento. Entonces ve a matar a tu peor enemigo.

Así es que el samurai sumerge su cuerpo en el agua helada del lago y comienza a practicar. Los primeros días su cuerpo parece pesar como doce bolsas de tierra, sus músculos, doloridos por el esfuerzo, siguen moviéndose durante el descanso, como si tuvieran voluntad propia. Pero al pasar los días el samurai se vuelve cada vez más rápido, creando torbellinos bajo el agua.

El último día del segundo año de práctica el último movimiento del samurai, con la katana hacia adelante como queriendo cortar el agua, es tan perfecto que crea una ola que empapa a las mujeres que lavan la ropa a la orilla del lago. El samurai se desenvaina del agua, se pone sus ropas y se dirige a cumplir con su tarea. Ingresa al recinto, realiza el saludo ceremonial, desenvaina su katana y enfrenta a su peor enemigo, su propio maestro.
El anciano se encuentra pintando el monte Fuji en plena erupción; una imagen que no se ve desde hace muchos años.
- Maestro, he hecho lo que me dijiste y ahora vengo a matarte, pues mi peor enemigo eres tú; la única persona viva que es mejor que yo en el arte de la katana.

Luego de decir esto el samurai levanta su katana por sobre su cabeza y, liviano como el viento, se lanza hacia adelante para cortar a su maestro.

Un instante antes del golpe, y para la sorpresa del samurai, el maestro cae muerto, pues su espíritu, más liviano que el viento, se había desenvainado de su propio cuerpo.

El alumno, perplejo y avergonzado, comprende que semejante deshonra provocada sobre sí mismo tiene una sola salida: el sepuku, suicidio ritual que tantas veces había presenciado de otros hombres, y que siempre se había preguntado si, llegado el momento, sería capaz de cometer.

Arrodillándose sobre el suelo de madera del recinto desenvaina su cuchillo, lo vuelve a envainar, pero esta vez en su propio vientre, y desata una breve pero caudalosa tormenta roja.

El espíritu del maestro, antes de reunirse completamente con el viento, contempla su última pintura; las salpicaduras de sangre de su alumno sobre el papel de arroz de la puerta corrediza dibujan una bandada de gorriones sobre un cielo estrellado.

Jinete

I

- Acumulación de grasa dorsocervical. – dijo el médico sin mirarlo a los ojos, mientras escribía jeroglíficos ininteligibles en un papel (el lenguaje secreto de los médicos, pensó Felipe).
– No se preocupe, no es nada.
- Yo no me preocupo, ya sé que no es nada. Pero quisiera sacarme de una vez esta joroba que me cabalga desde hace casi un año.
- Mire, no vamos a someterlo al riesgo que implica una intervención quirúrgica por un motivo meramente estético, además, vamos hombre, que no es tan grande…
La joroba tenía el tamaño de una pelota de bowling pequeña; de las que no tienen agujeros.
- Vamos Felipe, no se me desanime… - dijo el médico con una sonrisa robótica mientras le palmeaba la espalda (tratando de esquivar la joroba). – Hay cosas más importantes en la vida para preocuparse. Como por ejemplo esa pancita cervecera, ¿eh? ¿Cuándo vamos a empezar la dieta?
Felipe abandonó el consultorio balbuceándo un desesperanzado “Gracias, hasta luego”, y maldijo para sus adentros a los siete médicos que había visitado desde que tenía la joroba, y que se habían negado a operarlo.


II

Esa noche soñó que era un caballo de carrera.
Galopa a toda velocidad por la pista, compitiendo con otros caballos como él. Felipe va primero. La peculiaridad de esta carrera es que ningún caballo lleva jinete a cuestas. De pronto, los competidores dejan de ser caballos y pasan a ser hombres desnudos corriendo desenfrenados. Los rostros empapados de sudor, algunos trabados en mueca extática, otros babeantes, enfurecidos por ganar, otros con la máscara sinuosa de la desesperación. Felipe puede ver cómo uno de estos últimos se va orinando mientras corre.
El olor a adrenalina no hace más que acentuar el horror provocado por los bufidos, gritos, gruñidos y llantos de los competidores. Felipe mantiene la calma porque va primero, aunque hay un competidor que acelera peligrosamente, haciendo tambalear su triunfo.
El competidor gira ligeramente la cabeza y lo mira a los ojos, diciéndole jadeante: - Dejame ganar… Por favor…
El haber quitado la mirada de la pista para rogarle a Felipe, hace que el competidor trastabille y caiga al suelo dando numerosas vueltas carnero sobre la tierra apisotonada. La imagen le recuerda a Felipe las vueltas carnero sobre las colchonetas en la escuela, la dificultad, el olor a lona húmeda y las risas burlonas de sus compañeros (frustración).
Felipe puede escuchar el chasquido que hace la pierna del competidor al romperse y un alarido descarnado, esta vez equino, pues los competidores vuelven a ser caballos de carrera.
Gana la carrera y mira con su cara alargada de caballo pura sangre a la tribuna, esperando una multitud vitoreante.
La tribuna está completamente vacía.
Mientras lo llevan al establo, puede ver de reojo al caballo que se rompió la pata. Un hombre con boina color bordó se lamenta mientras se saca de la cintura una pistola, le apunta al caballo herido en la cabeza y dispara un tiro certero, que da en la mitad de dos ojos suplicantes.
Se despierta instantáneamente dando un grito de espanto, empapado de sudor, con el corazón desbocado (como un caballo).
En la habitación, el olor eléctrico del miedo. Las sábanas, empapadas, aunque no solamente de sudor. Por primera vez en más de veinte años, Felipe se orinó en la cama.


III

A la mañana siguiente, Felipe contemplaba las frutas del supermercado, comparando el tamaño de cada una de ellas con el de su joroba. Este era un ejercicio cotidiano que a veces le daba cierta tranquilidad, aquellos días cuando felizmente podía alcanzar la conclusión de que: – No es tan grande… - aunque a veces esto le resultaba imposible: - Es enorme, estoy cagado…
Todo dependía, en realidad, de dos factores que, de hecho tenía anotados en en un cuaderno. Felipe era muy metódico. El primero de ellos era el tamaño relativo de las frutas en exposición. El segundo, en cambio, se desglosaba a su vez en otros tres factores: la calidad del dormir de la noche anterior, la cantidad de veces que le habían bombardeado la joroba con miradas inquisitivas durante el trayecto desde su casa al supermercado y, por último, el tamaño relativo de su joroba en ese momento. Pues, aunque los médicos lo negaran rotundamente, Felipe tenía la certeza de que ésta cambiaba de tamaño diariamente. Y no era que crecía constantemente, sino que a veces se achicaba.
Por esto es que algunas mañanas se pasaba eternidades contemplando las frutas, sopesándolas, tomando dos de diferentes variedades, una en cada mano, y sacando conclusiones inaudibles, aunque sin dejar de mover los labios.
Su imagen era tan patética que era conocido por algunos concurrentes como “el loco de la joroba”. Si este bautizmo socarrón hubiera llegado a sus oídos alguna vez, probablemente se habría decidido a cumplir con alguna de sus fantasías de asesinato en masa, salpicando las frutas de su devoción con la sangre de los alegres clientes del supermercado. Afortunadamente esto nunca había ocurrido; de hecho, ya ni siquiera se acercaba el personal de seguridad a preguntarle si necesitaba ayuda. Y claro que necesitaba ayuda. Quería arrancarse esa mierda de “acumulación-de-grasa-dorsocervical” y apuñalarla un millón de veces, “¿me puede ayudar con esto? Claro que no, muchas gracias”.


IV

Un buen día Felipe regresaba a su casa cargando las compras del supermercado (y la joroba) cuando en un trayecto especialmente desierto del camino una mano con la velocidad de la experiencia callejera le arrancó el teléfono celular de la cintura. Felipe tardó en reaccionar menos de un segundo pero fue suficiente para que el ladrón se le alejara varios metros corriendo.
Como había sido una mañana de supermercado particularmente frustrante (un niño no dejaba de tratar de hipnotizarle la joroba con la mirada), decidió perseguir al ladrón. Corrió como un auténtico caballo de carreras y hasta estuvo a punto de alcanzarlo cuando, con la agilidad de la supervivencia callejera, el ladrón saltó una tapia de cemento y desapareció. Felipe, fortalecido por el odio, trepó la tapia con una agilidad que hasta a él mismo le sorprendió. Saltó del otro lado, pero no logró aterrizar con la misma suerte que su perseguido, quebrándose la tibia y el peroné de la pierna derecha en un chasquido familiar que, si no hubiera sido por el dolor lacerante que padecía allí tirado en el suelo, le habría provocado un vómito instantáneo. Retorciéndose de dolor, se tocaba la pierna en aquel lugar que instintivamente sabía era el foco de su sufrimiento. Dos cosas fuera de lugar lo sorprendieron como nunca en su vida; una humedad pegajosa y una protuberancia dura y afilada que sobresalía de donde no tenía que sobresalir. Juntó valor, se subió la pierna del pantalón con un dolor que casi lo desmaya y miró: El panorama, nada bueno en absoluto, era rojo y blanco. Rojo como la sangre que le manaba a borbotones de una herida que parecía una sonrisa desdentada y blanco como el hueso fracturado que se asomaba de la misma. Era como si su propia tibia, cansada de vivir en la oscuridad, hubiera decidido de una vez por todas asomarse a conocer en persona a su dueño. La imagen de su propia ruina lo hizo llorar, hasta comenzar a reírse como un maníaco. Porque por primera vez en años la joroba, la maldita acumulación-de-grasa-dorsecervical, había pasado completamente a segundo plano. La fractura expuesta que lo torturaba en ese momento y que hacía peligrar seriamente su vida era ahora todo su universo. Pero este amargo consuelo no duró demasiado pues, como la vida de Felipe parecía ser escrita por un oscuro guionista perturbado mentalmente, la joroba, por imposible que pudiera parecer dadas sus actuales circunstancias, volvió a ocupar la totalidad de su atención pues dentro de la misma algo empezó a moverse frenéticamente. Un dolor desde dentro de su espalda, que hacía que el de su pierna pareciera una simple cosquilla, le provocó un alarido que se escuchó prácticamente en todo el barrio. De la parte superior de la joroba, atravesando piel y ropa, salió tímidamente una especie de uña blanca casi translúcida, afilada como un bisturí y, como abriendo el cierre relámpago de una carpa, realizó un veloz corte hacia abajo hasta el final de la joroba. Si Felipe hubiera tenido fuerzas para volver a gritar lo habría hecho aún más fuertemente que segundos antes, pero el único sonido que salió de su boca fue un tenue gemido de agonía.
La criatura salió de la espalda de Felipe y, rodeando la cabeza de éste, se puso frente a sus ojos. Era un día de encuentros para Felipe, porque en apenas minutos había conocido en persona a su propia tibia y al jinete que lo cabalgaba desde hacía años, y que había salido de su espalda como la desnudista que sale de la torta gigante. Pero el jinete no se parecía en absoluto a ninguna desnudista pues el ser que ahora lo contemplaba con la cabeza ligeramente inclinada a un lado era un pequeño humanoide casi esquelético, blancúzco y de pequeños y hundidos ojos rosados. De su cabeza, que tendría el tamaño de una nuez, colgaban escasísimos mechones de pelo débil e incoloro, salvo por algunos coágulos de la sangre de Felipe que en algunas zonas le daban una amarga tonalidad rosada. Una suerte de taparrabos cuyo género recordaba perturbadoramente a la piel humana, cubría lo que probablemente serían los genitales. Felipe, que a esa altura de la velada ya se había vuelto completamente loco, dijo en una voz inaudiblemente débil “Si tienen pudor no pueden ser tan malos” y fue como si quien dice la frase “No somos nada” en el velatorio fuera el mismo muerto. Y el jinete, como si lo entendiera y demostrando una versión completamente ajena a la humanidad del sentimiento de piedad, alzó su afilada garra con un ligero temblor que podría interpresarse como titubeo. Felipe, adivinando que la próxima acción del jinete iba a ser la de sacrificarlo (como a un caballo con la pata rota), le dedicó una mirada suplicante y un gemido que condensaba la frase “No estoy tan mal, nada que unos meses de yeso no puedan arreglar”. Pero la garra bajó cercenándole la carótida con precisión quirúrgica y, antes de que para él se apagaran las luces por última vez, pudo ver cómo, de los diminutos ojos de la criatura brotaban algunas lágrimas. Dicen que cuando una persona está muriendo puede ver ante sus ojos una especie de resumen acelerado de su propia vida. La mente de Felipe, luego de comprender que su vida había sido menos que la de un caballo, prefirió aprovechar el limitado tiempo que le quedaba y se puso a atar cabos. Y relacionó, como quien hace un collar de cuentas de diferentes colores y tamaños, hechos que hasta ese momento habían parecido aislados; la reticencia de los médicos a operarlo e inclusive a mostrarle sus propios estudios, los cuales ellos se empeñaban en realizar; aquellas noches de tormenta en las que se quedaba dormido, como desmayado, mirando televisión, amaneciendo varias horas después con los zapatos embarrados; las miradas de algunas personas, como reconociéndolo, en lugares de la ciudad que él jamás había visitado; y el terrible asesinato de su vecina del quinto piso, los policías interrogándolo, uno de ellos, el más antiguo, con la mirada fría de quien reconoce a un asesino en cuanto lo ve y el detalle más horripilante: el mechón de cabello de la vecina en su caja de recuerdos (aparentemente sus funciones como caballo de la criatura no se limitaban solamente al paseo). El jinete acompañó a Felipe en sus segundos finales y, cuando estuvo seguro de su muerte, su liliputiense boca exclamó una frase que a oídos humanos hubiera sonado a “Keches pé, kenane tiste nañá...”. Luego de asegurarse de que ningún testigo haya presenciado aquella curiosa cita a ciegas entre Felipe, su tibia y un ejemplar de una raza que cabalga a los hombres desde que son tales, protegidos por una conspiración que involucra por lo menos a varios médicos, el jinete se volvió casi completamente translúcido, como una medusa, y se dirigió a alguna calle transitada de la ciudad, a elegir una nueva montura.