Una mujer sola, acostada en la cama de la habitación de un hotel de segunda, está dando a luz a una galaxia en miniatura.
Respira y puja tratando de imitar a todas aquellas parturienteas que vió en las películas, pues jamás fue madre. De hecho, jamás estuvo carnalmente con un hombre.
Las pequeñas explosiones del aire acumulado en las arcaicas cañerías del hotel, y el relampagueo incesante, proveniente del falso contacto de la única lámpara que ilumina la escena, parecen conjurar una tormenta dentro de la habitación. Una tormenta en miniatura.
En los ojos de la mujer, prácticamente velados por la cortina danzante de su cabello sudoroso, puede leerse un profundo terror, pero a la vez una infinita esperanza. Pues ella, profesional y virgen de cuarenta y cinco años, a pesar de haber sido siempre atea, recuerda que la última vez en la historia que una mujer inmaculada dió a luz, su producto fue un hombre que cambió la historia.
Pero el milagro que emerge, pulsante, de entre sus piernas no es salvador alguno, ni siquiera un futuro carpintero. Dentro de una esfera de contención que su cuerpo tejió, valiéndose de materiales translúcidos e hiperdensos que jamás imaginó habitaran en las profundidades de sus entrañas (y a pesar de haberse negado rotúndamente durante todo este embarazo cósmico a tejer siquiera un escarpín), se gestó durante nueve milimétricamente exactos y esperanzadores meses una galaxia en miniatura.
La impronta que se graba como a fuego en su retina al contemplar el nacimiento de su imposible hijo le recuerda a la primera y única vez que visitó el planetario; "Dios mío, está lleno de estrellas", pensó como aquella vez, haciendo una involuntaria referencia a la película "2001, Una Odisea Espacial", que, de hecho, jamás vió.
Y porque toda placenta está hecha para romperse al servicio de la vida es que también ésta, a pesar de su naturaleza estelar, muere en una ridícula e insignificante explosión que suena, algo así, como un "¡pop!". Pero a costas de parecer insignificante, es esta explosión la que deja expuestas las temblorosas y abiertas piernas de la madre primeriza a las fuerzas intergravitacionales de su ingrato hijo, provocando una esfera de destrucción total de aproximadamente sesenta centímetros de diámetro. El melancólico empapelado con oscuras reminiscencias escherianas de la habitación, se ve súbitamente actualizado por un salpicré carmesí, producto de la feroz e instantánea espiral sanguinolienta, conjugada por el fluído vital que un segundo atrás circulara por las piernas de la mujer, a quien solamente le quedan segundos de vida.
La recién nacida galaxia en miniatura se dirige flotando, como un globo de helio, hacia la única ventana de la habitación, cuyas cortinas, de un amarillo sucio que recuerda el color de la primera orina de la mañana, se abren, obedeciendo a las insondables fuerzas desatadas y como en una reverencia, dejando un perfecto espacio esférico.
La mujer, con el poco resto de sangre que irriga su agotado cerebro piensa, al contemplar al fruto de su vientre "ahí va mi bebé", y finalmente muere con una satisfecha sonrisa.
No es posible juzgar toda esta escena con un corazón humano, a pesar de estar teñida de desencanto e insalvable injusticia. Es que, sencillamente, los eventos cósmicos siempre suceden con desmedida violencia.
Respira y puja tratando de imitar a todas aquellas parturienteas que vió en las películas, pues jamás fue madre. De hecho, jamás estuvo carnalmente con un hombre.
Las pequeñas explosiones del aire acumulado en las arcaicas cañerías del hotel, y el relampagueo incesante, proveniente del falso contacto de la única lámpara que ilumina la escena, parecen conjurar una tormenta dentro de la habitación. Una tormenta en miniatura.
En los ojos de la mujer, prácticamente velados por la cortina danzante de su cabello sudoroso, puede leerse un profundo terror, pero a la vez una infinita esperanza. Pues ella, profesional y virgen de cuarenta y cinco años, a pesar de haber sido siempre atea, recuerda que la última vez en la historia que una mujer inmaculada dió a luz, su producto fue un hombre que cambió la historia.
Pero el milagro que emerge, pulsante, de entre sus piernas no es salvador alguno, ni siquiera un futuro carpintero. Dentro de una esfera de contención que su cuerpo tejió, valiéndose de materiales translúcidos e hiperdensos que jamás imaginó habitaran en las profundidades de sus entrañas (y a pesar de haberse negado rotúndamente durante todo este embarazo cósmico a tejer siquiera un escarpín), se gestó durante nueve milimétricamente exactos y esperanzadores meses una galaxia en miniatura.
La impronta que se graba como a fuego en su retina al contemplar el nacimiento de su imposible hijo le recuerda a la primera y única vez que visitó el planetario; "Dios mío, está lleno de estrellas", pensó como aquella vez, haciendo una involuntaria referencia a la película "2001, Una Odisea Espacial", que, de hecho, jamás vió.
Y porque toda placenta está hecha para romperse al servicio de la vida es que también ésta, a pesar de su naturaleza estelar, muere en una ridícula e insignificante explosión que suena, algo así, como un "¡pop!". Pero a costas de parecer insignificante, es esta explosión la que deja expuestas las temblorosas y abiertas piernas de la madre primeriza a las fuerzas intergravitacionales de su ingrato hijo, provocando una esfera de destrucción total de aproximadamente sesenta centímetros de diámetro. El melancólico empapelado con oscuras reminiscencias escherianas de la habitación, se ve súbitamente actualizado por un salpicré carmesí, producto de la feroz e instantánea espiral sanguinolienta, conjugada por el fluído vital que un segundo atrás circulara por las piernas de la mujer, a quien solamente le quedan segundos de vida.
La recién nacida galaxia en miniatura se dirige flotando, como un globo de helio, hacia la única ventana de la habitación, cuyas cortinas, de un amarillo sucio que recuerda el color de la primera orina de la mañana, se abren, obedeciendo a las insondables fuerzas desatadas y como en una reverencia, dejando un perfecto espacio esférico.
La mujer, con el poco resto de sangre que irriga su agotado cerebro piensa, al contemplar al fruto de su vientre "ahí va mi bebé", y finalmente muere con una satisfecha sonrisa.
No es posible juzgar toda esta escena con un corazón humano, a pesar de estar teñida de desencanto e insalvable injusticia. Es que, sencillamente, los eventos cósmicos siempre suceden con desmedida violencia.