Autos como tiburones navegan el asfalto de la ciudad dormida. Acechan las calles con desalmados ojos de gelatina negra aleteando, coleteando rimbombantes a una velocidad que los hace parecer inócuos. Pero cuando olfatean a su presa son como zaetas de cromo disparadas por ballestas de relámpago, y se dirigen veloces, sagaces, hacia los incautos transeúntes, que aún creen en lo inquebrantable del tabú de la luz roja. Pero hay criaturas que fueron diseñadas para romper tabúes; se alimentan de la carroña de tótems derribados y cagan el desperdicio grasiento sobre las tumbas de los santos, pues lo único sagrado para ellos es el ansia eterna, el apetito desbocado por desplegar el diseño apocalíptico de la sangre sobre el asfalto, la sinfonía instantánea del tronar de los huesos y la mascarada deforme y cerácea de la muerte violenta. Hijos del hambre y del progreso, autos que son como tiburones sueñan con un tiempo en el que ya no existan los hombres. Un tiempo en el que la última cena conste de un espartano salto al vacío desde algún polvoriento precipicio desértico, que calle la voracidad que los hace rodar y rodar y rodar.
Desde el futuro, como un mensaje enviado hacia atrás en el tiempo, un cementerio de autos en el medio del desierto funciona como tótem de la última prohibición del mundo: no comerás la carne de tu creador.
sábado, julio 26, 2008
Autos como tiburones
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