“Mejor que tengas cuidado,
mejor que no llores,
mejor no pucherées.
Te digo porqué,
Papá Noel está llegando a la ciudad”
mejor que no llores,
mejor no pucherées.
Te digo porqué,
Papá Noel está llegando a la ciudad”
Francamente, nunca me gustó Papá Noel. La idea de un viejo sospechosamente alegre, vestido de rojo, que sabe con exactitud quién se porta bien y quién no, y que una vez al año irrumpe, sin ninguna clase de invitación, en todos los hogares del mundo habitados por niños, esa idea, me resultaba perturbadora y amenazante. Y para colmo de males, el hijo de puta se hacía llamar “Papá”.
Siempre fui un poco paranoico, eso es cierto. No demasiado, pero lo suficiente como para jamás ser agarrado con la guardia baja. Por nada ni por nadie. “La paranoia es un nivel más fino de percibir la realidad” había leído alguna vez. Por eso, para mí, la paranoia es una herramienta de supervivencia que me permite vivir ligeramente menos preocupado. Y, durante mi infancia, Papá Noel, era la mayor de mis preocupaciones. Porque, además de toda la dimensión de vigilante constante e invasor de hogares, estaba aquel indudable asunto relacionado con la pedofilia.
Siempre fui un poco paranoico, eso es cierto. No demasiado, pero lo suficiente como para jamás ser agarrado con la guardia baja. Por nada ni por nadie. “La paranoia es un nivel más fino de percibir la realidad” había leído alguna vez. Por eso, para mí, la paranoia es una herramienta de supervivencia que me permite vivir ligeramente menos preocupado. Y, durante mi infancia, Papá Noel, era la mayor de mis preocupaciones. Porque, además de toda la dimensión de vigilante constante e invasor de hogares, estaba aquel indudable asunto relacionado con la pedofilia.
Durante los días previos a la navidad, en la tienda Harrods de la calle florida (un protoshopping del período cretáceo), los chicos podían hacer una cola infinita para tener el privilegio de sentarse sobre las piernas de un Papá Noel sudoroso y con aliento a peste bubónica, para susurrarle al oído todas aquellas cosas que querían recibir como regalo navideño. “¿Querés ir?” me preguntaba mi madre, quien todavía no había abandonado completamente las esperanzas de tener un hijo normal. “No, Ma. Mejor después le escribo una carta.” le contestaba yo, sin dejar de mirar de soslayo al viejo de rojo, el cual observaba libidinosamente, con los ojos entrecerrados y mordiéndose el labio inferior, al niñito que acaba de recitarle los cuatrocientos treinta regalos que quería recibir. En las contadas ocasiones en las que hacía contacto visual con el viejo, trataba con todas mis fuerzas de transmitirle telepáticamente el mensaje: “Mejor que tengas cuidado vos, hijo de puta. Más te vale”.
Por eso, y solamente para contentar a mis padres, la única concesión que hacía cada navidad con el Imperio Polar de Papá Noel, era la de escribirle la famosa cartita y aceptar los regalos recibidos. La última parte parece una obviedad pero, teniendo en cuenta que en una navidad especialmente preocupante, había intentado prenderles fuego al autito Duravit y al Ping Pong aéreo que había recibido por no considerarlos “seguros”, jugar con aquellos regalos representaba todo un esfuerzo para mí. Nunca voy a olvidar la cara de espanto de mi madre, con los ojos llorosos y tapándose la boca con las dos manos, mientras mi padre me sacaba el fósforo de la mano, y yo le gritaba “Estos regalos no son seguros, pá, ¿no entendés? ¡No son seguros!”.
Así transcurrieron aquellos años de tregua durante los cuales, mientras el viejo cumpliera con su parte del trato y no se metiera conmigo, yo no iba a meterme en sus oscuros asuntos. Pero un año, el viejo se equivocó muy mal.
Por eso es que me encuentro esta noche buena del año de Nuestro Señor Elvis Presley dos mil once, sentado en una silla plegable en el patio de mi casa, sorbiendo una medida de vodka con tabasco, la quinta de la noche, porque necesito tener el sistema nervioso inmaculadamente cromado para la tarea que me espera. Camuflados en los pastizales lindantes con mi patio, un millón de grillos gritan desesperados, como si supieran lo que está a punto de pasar. Dicen que, varias horas antes de que se desate un terremoto, los animales de la zona afectada, escapan despavoridos porque perciben el desastre de un modo que nosotros, los humanos, no podemos. Así es que en este momento los pastizales son un hervidero de desesperación entomológica. Saben que están a punto de ser testigos de un suceso histórico más importante que la caída del Muro de Berlín. Más importante que la extinción de los dinosaurios, qué carajo.
Mi reloj, obsesivamente sincronizado con El Reloj Atómico Mundial que marca la hora Real, dice que son las 23:54. Me paro frotándome las manos y digo en voz alta con un tono que me asusta a mí mismo y que calla durante unos segundos al coro de grillos, “¡Acción!”.
Es increíble todo lo que se puede conseguir con dinero en este mundo. Dinero y conexiones, claro. Muchos analistas políticos de Washington consideran un verdadero milagro que todavía ninguna organización terrorista haya detonado una bomba atómica en suelo estadounidense porque, desde la caída de la Unión Soviética, conseguir y ensamblar las piezas de una bomba atómica, resulta más fácil y rápido que hacer los trámites para obtener la ciudadanía norteamericana.
Yo tenía algunas conexiones (seres grises y de dudosa reputación que utilizaban sobretodo hasta en el más mercuriano de los veranos) y algo de dinero, que había comenzado a ahorrar religiosamente a partir de aquella navidad donde la tregua con el viejo había sido quebrantada unilateralmente. El resultado era ese bulto enorme y pesado, escondido bajo una lona gruesa y polvorienta de color verde militar. Retiro la lona con un movimiento rápido y elegante, como el de un mago que revela que la señorita a la que acaba de descuartizar, pasar por una máquina gigante de picar carne y transformar en doscientas hamburguesas humanas se encuentra sana y salva. La lona sacudida impregna el aire con un olor que me recuerda al encierro de carpa en los días lluviosos de campamento. Y ahí está, iluminada por la luz de la luna y por mi afán de justicia, mi adquisición más reciente.
La guerra es la continuación de la política pero por otros medios, dijo un alemán con cara de asesino serial. Para mí, en cambio, la guerra se resume a una aritmética de inteligencias. Todo el proceso bélico podría explicarse de esta manera: El bando A tiene una inteligencia potencial directamente proporcional a la cantidad de individuos pertenecientes al mismo. Esa inteligencia potencial puede dar como resultado, luego de varios intercambios aritméticos, dinero, bombas, tanques, tropas de invasión, mano de obra, etc. Por ende, y a grandes rasgos, cuantos más individuos pertenezcan al bando A, mayor es su inteligencia potencial y, siguiendo el mismo razonamiento, mayor es su capacidad de conquistar/destruir al bando B.
En resumen, una guerra es una lucha de inteligencias, en la cual un bando utiliza la suya propia para disminuir la de su rival. Así fue que a principios del siglo veinte, cuando las gelatinas opacas encerradas en los cráneos de corte a cepillo que tenían los estrategas militares del Bando A hicieron ¡pling!, se les ocurrió la brillante idea de utilizar aviones para arrojar explosivos sobre las cabezas del Bando B, y de ese modo, derramar sus gelatinas opacas sobre el pavimento de sus ciudades. Los estrategas militares del Bando B, preocupados por la alarmante pérdida de inteligencia potencial que representaba este nuevo modo de matar, diseñaron enormes reflectores para iluminar el cielo y así, tomar medidas que colaboren con el ahorro de gelatina derramada.
Inteligencia potencial al servicio de la destrucción de la inteligencia potencial, que produce como consecuencia un novedoso invento para ahorrar inteligencia potencial. No hay nada más claro y aritméticamente concreto en este mundo que la guerra. Dos más dos es cuatro. Dos menos dos es muerte.
Me da un escalofrío cuando le quito la lona de encima al reflector, rezago militar de la segunda guerra mundial y que, según me dijo entusiasmado al borde del éxtasis el ser enjuto que me lo vendió, iluminó los cielos londinenses durante aquellos tiempos. Pero el que me invade no es uno de esos escalofríos producto de la caminata de alguien sobre la tumba de uno en el futuro, sino un escalofrío esperanzador. Esto está pasando realmente. Años de planes, investigaciones, pruebas y simulacros llegaron a su fin.
Verifico que el reflector esté apuntado en sus dos ejes de acuerdo a las muescas que hice en la estructura, miro mi reloj y cuento: cuatro, tres dos, uno y lo enciendo. Una espada de luz blanca como la venganza atraviesa el cielo navideño al mismo tiempo que la pirotecnia de los imbéciles pulveriza sus aguinaldos en el aire. Pobres tipos, gastaron miles de pesos en palitos voladores que hacen plum y yo, con mi santo reflector de la segunda guerra, soy la estrella de la noche. Pero ese no es el efecto que estoy esperando y al cual le dediqué varios años de mi vida. El efecto deseado de mi pequeña travesura navideña lo noto en el cielo, en el punto exacto donde debería ocurrir.
Noche buena tras noche buena de los últimos treinta años había estudiado telescópicamente las rutas de vuelo del viejo. Jamás había entendido realmente cómo era posible que el hijo de puta se encontrara en varios puntos del cielo a la vez pero, al ojo del observador, solamente estuviera en un lugar: justo sobre su casa. Tiene que ver con el gato de Schroedinger o algo así; realmente no me importa un carajo. Lo que verdaderamente me importa es que, hasta ahora al menos, el plan está funcionando a la perfección.
Recuerdo un viaje en auto durante la noche, a través de los oscuros y dificultosos caminos de tierra patagónicos, caminos que, si no se conocían del todo podían resultar fatales. Recuerdo estar sentado en el asiento delantero del acompañante, del copiloto como me gustaba decir, y ver a pocos metros más adelante una liebre patagónica que intentaba cruzar el camino pero que, aterrorizada por la luz de los faros del auto, se paralizaba justo en el medio, con los ojos de un verde “despidiéndose-de-la-vida”, para terminar atropellada. Yo escuchaba el clarísimo ruido de la máquina de picar carne que es la muerte, pero sin embargo preguntaba como un idiota (como un inocente), “¿qué pasó? ”. Mi padre, sin sacar la vista del camino me respondía con la entonación de quien le enseña una oración religiosa a un chico “Y, no se puede parar. Si freno volcamos y nos matamos todos”. Yo completaba la ecuación en mi cabeza y sacaba como conclusión que las vidas de tres personas eran más valiosas que la de una liebre patagónica que, aunque hubiera sobrevivido al choque cultural con la tecnología humana, probablemente habría sido cazada al día siguiente y transformada en un par de frascos de carne en escabeche. Mi padre, mirándome de reojo mientras yo hacía cuentas, sonreía satisfecho. Pensaba que la lección había sido aprendida. Pero lo que no sabía era que esa noche yo no iba a dormir. Ni quince minutos. El primer encuentro de un chico con la matemática le produce, como mínimo, insomnio. A veces ese efecto secundario dura toda la vida.
El rayo de luz, que era como la bati-señal pero sin el murciélago, dio en el blanco de una manera tan precisa que me hizo dudar un momento. Pero las dudas fueron acalladas inmediatamente después de ver frente al rayo una nueva constelación en el cielo. Una constelación formada por nueve pares de luminosos ojos de reno, detenidos instantáneamente (como liebres patagónicas) en el aire. Como la inercia es una terca hija de puta a la que ni Papá Noel puede escapar, el cuerpo del viejo quiere seguir viajando en la misma dirección que cuando era impulsado por los renos y sale disparado desde su trineo hacia adelante, cayendo justo en la enorme equis que había pintado en el césped de mi patio con pintura en aerosol. Color blanco. Blanco venganza, claro.
Me acerco al viejo caído tarareando un villancico y noto que, a pesar de estar muy confundido y despeinado, no tiene un solo hueso roto. Cayó desde algo así como cincuenta metros de altura, con una fuerza que destrozaría inmediatamente a cualquier persona y el hijo de puta no tiene ni un raspón. Porque claro, no es una persona. Es Papá Noel.
- ¿Wo bin ich? – dice el viejo con la voz temblorosa - ¿Где я? – insiste.
- No te entiendo un carajo pelotudo, estás en Argentina. – le respondo yo mirándolo desde arriba.
- ¡Ah! ¡Argentina! Jo jo jo… La caída me dejó medio confundido… - me dice con una voz de abuelo bueno y vulnerable que es menos creíble que el “te quiero” de una mujer robot. – Y vos debés ser, dejame ver… - dice, e inmediatamente comienza a husmear en mi dirección como un perro - ¡Laurito! ¡Sos Laurito! ¡Feliz navidad Laurito!– dice el viejo y juro que, a pesar de ser un hombre grande sin sentimientos (me los extirparon junto con el alma en una intervención quirúrgica llamada “animotomía”), cuando escucho salir de su boca mi nombre en diminutivo, algo dentro mío se tuerce y sangra un poco.
- Laurito un carajo, soy un adulto y tengo los huevos bien grandes y peludos. Así que te acordás de mí, ¿no? – le digo lleno de odio pero tratando de sonar tranquilo.
- ¡Jo jo jo, yo me acuerdo de cada uno de ustedes siempre! Ayudame a pararme Laurito…– dice mientras sigue haciéndose el bueno.
- No va a pasar – le digo, y agrego con una voz que, si tuviera plantas en el patio, las secaría inmediatamente– y si me llamás Laurito de nuevo te mato. Te preguntarás porqué te bajé del trineo, y yo te lo voy a responder. ¿Te acordás de lo que te pedí en la navidad de mil nueve ochenta?
- Mil nueve ochenta, dejame ver… - dice, y mientras lo piensa, o lo que sea que esté haciendo, se le ponen los ojos en blanco por un par de segundos. - ¡Claro que me acuerdo! ¡A Papá Noel nunca se le olvidan esas cosas! Me pediste un Kit del Pequeño Doctor ®.
- Exactamente. Te pedí un Kit del Pequeño Doctor ®. Y vos me trajiste…
Me mira con una media sonrisa de vergüenza y me dice:
- Jo… Un playmobil recolector de residuos…
- Un Playmobil recolector de residuos. La verdad que para ser un viejo choto con miles de años encima tenés una memoria prodigiosa. Hasta parecería que no fueras humano… ¿Tenés idea de lo importante que era para mí justo esa navidad recibir un Kit del Pequeño Doctor ®? ¿Tenés alguna idea?
- ¡Jo jo jo! Es que fue un año difícil ese, lo que pasa es que…
- Lo que pasa las pelotas – lo interrumpo y ahí sí, se me filtra todo el odio a la voz – Sos Papá Noel, y de acuerdo a la investigación que hice tenés recursos infinitos. No me vengas a joder con que fue un año difícil. Quiero la verdad, viejo de mierda. – le grito mientras le pateo tierra a la cara. Y ahí sí. Ahí lo hago enojar y se terminan los jo jo jós.
- Pendejo y la puta madre, ¡caprichoso como todos los mocosos de mierda! – dice mientras trata de sacarse una tonelada de tierra de los ojos - ¿Querés la verdad? Yo te voy a contar la verdad. Cada tanto a los pibes hay que frustrarlos, ¿entendés? Para enseñarles lo que es este mundo. Yo les regalo todos los años lo que me piden, pero justo en esa navidad de sus vidas en la que realmente necesitan con toda el alma un regalo especial, yo les llevo una cagada. Un Playmobil recolector de residuos… Y así, les enseño a bajar el copete desde chiquitos y a aceptar limosnas de la vida. Cuando crecen son tipos obedientes y mediocres. Y con ellos, el mundo sigue funcionando como corresponde.
Cuando termina con su soliloquio acerca del “verdadero significado de la navidad” y logra calmarse un poco, vuelve con la pantomima de viejo bueno y me dice:
- Ahora Laurito, creo que en mi trineo debo tener algo muy especial para vos. ¿Qué te gustaría para esta navidad? Sí, ya sé que sos grande, pero esta noche estoy especialmente generoso y con vos puedo hacer una excepción – me dice guiñando un ojo de una manera tan perfectamente hábil que le daría envidia hasta al mejor de los estafadores. - ¿Qué te gustaría, Laurito? ¿Un millón de dólares? ¿El amor de una mujer? Por lo que me decís me investigaste mucho y sabés que puedo regalarte lo que vos quieras…
Voy a confesar que el viejo con su oferta me la hace difícil. Porque, el amor de una mujer, no gracias; ya lo tuve, me mordió y tuve que sacrificarlo. Aunque por otro lado, un millón de dólares… Un millón de dólares compra mucho vodka. Pero inmediatamente me acuerdo de la tristeza y la frustración de aquella navidad de mil nueve ochenta. Todos sentados a la mesa con la abuela, que gracias a una decisión de mi padre que hasta el día de hoy no entiendo, era la única de todos los comensales que no sabía que se estaba muriendo. Hasta yo, con mis ocho años, sabía que esa era la última navidad con la abuela. Por eso quería, necesitaba ese puto Kit del Pequeño Doctor ®. Porque una parte mía, ese apéndice de esperanza ciega que tienen todos los chicos pero terminan perdiendo, creía que con ese juguete de mierda la iba a poder curar.
Así que respiro hondo, saco el revólver calibre 357 que tengo oculto en la cintura, le apunto al viejo a la cabeza y le digo:
- Te dije lo que te iba a pasar si me volvías a llamar Laurito. Aunque, en realidad, no te puedo mentir… Te iba a matar de todos modos.
El viejo mira el arma con una ligera sorpresa que lentamente se va transformando en ataque de risa y ahí es cuando veo por primera vez su cara verdadera. Las orejas puntiagudas, la piel escamosa y grisácea, los dientes afilados como agujas de marfil y los ojos… Dos pozos ciegos que muy en el fondo tienen dos pequeñas llamitas de fuego azul. Cuando logra contener un poco el ataque de risa que lo hace temblar como a una montaña de cadáveres, me dice con una voz tan antigua que fue escuchada por los primeros niños de la humanidad, envueltos en pieles de animal y reunidos con sus familias alrededor de hogueras en cavernas milenarias.
- ¿De verdad creés que podés matarme con una bala? ¿A MÍ?
Y esas dos últimas sílabas están cargadas de algo tan físicamente maligno, tan vibratoriamente ponzoñoso, que me resuenan en los huesos internos del cráneo y me provocan un sangrado nasal espontáneo. Me agarro la nariz y logro evitar el impulso instintivo de salir corriendo como un loco, porque sé que, si con dos sílabas me hizo esto, con una frase entera me hace estallar como a una piñata llena de sangre. Pero ya no hay tiempo para correr porque ahora, aunque estoy a punto de mearme en los pantalones del miedo, es el momento del truco final. Por eso le digo al monstruo milenario que tengo enfrente:
- Con una bala no. Con una bala de plata.
Durante mi investigación acerca de “Papá Noel” aprendí, de un libro que se creía perdido, cosas muy interesantes con respecto a la plata. De acuerdo al texto original “…el efecto, producto de la combinación entre su configuración electrónica, su masa atómica y su particular radio iónico, interrumpe la conexión de la bestia con el plano místico que le otorga su poder…”. En criollo: si querés matar a una bestia mitológica, usá plata.
Cuando el viejo escucha esas dos últimas sílabas mágicas que tengo para él, la sonrisa enorme y filosa se le transforma en una mueca de incredulidad y los ojos se le desorbitan de confusión. Y ése es mi regalo de navidad; haber provocado con unas simples palabras el miedo de un dios.
Disparo y el retroceso del cañón de mano que porto casi me disloca el hombro, y en cuanto le pego el tiro, el viejo estalla como una piñata llena de cenizas blancas. Los copos caen como en cámara lenta al suelo del patio y por primera vez en la historia tenemos en Capital Federal algo parecido a una "blanca navidad". Dejo caer el arma al suelo y me voy a domir. Ocho horas seguidas sin despertarme. Por primera vez en más de treinta años.
Al día siguiente me lavo la cara, me miro al espejo del botiquín y noto un pelo blanco en mi bigote. Inmediatamente pienso en la existencia de alguna clase de maldición en la cual, a aquel que mata a Papá Noel le crece una larga barba blanca y es condenado a hacer su trabajo por toda la eternidad. Pero no es eso. Es que estoy por cumplir cuarenta años. Un bajón.
Así transcurrieron aquellos años de tregua durante los cuales, mientras el viejo cumpliera con su parte del trato y no se metiera conmigo, yo no iba a meterme en sus oscuros asuntos. Pero un año, el viejo se equivocó muy mal.
Por eso es que me encuentro esta noche buena del año de Nuestro Señor Elvis Presley dos mil once, sentado en una silla plegable en el patio de mi casa, sorbiendo una medida de vodka con tabasco, la quinta de la noche, porque necesito tener el sistema nervioso inmaculadamente cromado para la tarea que me espera. Camuflados en los pastizales lindantes con mi patio, un millón de grillos gritan desesperados, como si supieran lo que está a punto de pasar. Dicen que, varias horas antes de que se desate un terremoto, los animales de la zona afectada, escapan despavoridos porque perciben el desastre de un modo que nosotros, los humanos, no podemos. Así es que en este momento los pastizales son un hervidero de desesperación entomológica. Saben que están a punto de ser testigos de un suceso histórico más importante que la caída del Muro de Berlín. Más importante que la extinción de los dinosaurios, qué carajo.
Mi reloj, obsesivamente sincronizado con El Reloj Atómico Mundial que marca la hora Real, dice que son las 23:54. Me paro frotándome las manos y digo en voz alta con un tono que me asusta a mí mismo y que calla durante unos segundos al coro de grillos, “¡Acción!”.
Es increíble todo lo que se puede conseguir con dinero en este mundo. Dinero y conexiones, claro. Muchos analistas políticos de Washington consideran un verdadero milagro que todavía ninguna organización terrorista haya detonado una bomba atómica en suelo estadounidense porque, desde la caída de la Unión Soviética, conseguir y ensamblar las piezas de una bomba atómica, resulta más fácil y rápido que hacer los trámites para obtener la ciudadanía norteamericana.
Yo tenía algunas conexiones (seres grises y de dudosa reputación que utilizaban sobretodo hasta en el más mercuriano de los veranos) y algo de dinero, que había comenzado a ahorrar religiosamente a partir de aquella navidad donde la tregua con el viejo había sido quebrantada unilateralmente. El resultado era ese bulto enorme y pesado, escondido bajo una lona gruesa y polvorienta de color verde militar. Retiro la lona con un movimiento rápido y elegante, como el de un mago que revela que la señorita a la que acaba de descuartizar, pasar por una máquina gigante de picar carne y transformar en doscientas hamburguesas humanas se encuentra sana y salva. La lona sacudida impregna el aire con un olor que me recuerda al encierro de carpa en los días lluviosos de campamento. Y ahí está, iluminada por la luz de la luna y por mi afán de justicia, mi adquisición más reciente.
La guerra es la continuación de la política pero por otros medios, dijo un alemán con cara de asesino serial. Para mí, en cambio, la guerra se resume a una aritmética de inteligencias. Todo el proceso bélico podría explicarse de esta manera: El bando A tiene una inteligencia potencial directamente proporcional a la cantidad de individuos pertenecientes al mismo. Esa inteligencia potencial puede dar como resultado, luego de varios intercambios aritméticos, dinero, bombas, tanques, tropas de invasión, mano de obra, etc. Por ende, y a grandes rasgos, cuantos más individuos pertenezcan al bando A, mayor es su inteligencia potencial y, siguiendo el mismo razonamiento, mayor es su capacidad de conquistar/destruir al bando B.
En resumen, una guerra es una lucha de inteligencias, en la cual un bando utiliza la suya propia para disminuir la de su rival. Así fue que a principios del siglo veinte, cuando las gelatinas opacas encerradas en los cráneos de corte a cepillo que tenían los estrategas militares del Bando A hicieron ¡pling!, se les ocurrió la brillante idea de utilizar aviones para arrojar explosivos sobre las cabezas del Bando B, y de ese modo, derramar sus gelatinas opacas sobre el pavimento de sus ciudades. Los estrategas militares del Bando B, preocupados por la alarmante pérdida de inteligencia potencial que representaba este nuevo modo de matar, diseñaron enormes reflectores para iluminar el cielo y así, tomar medidas que colaboren con el ahorro de gelatina derramada.
Inteligencia potencial al servicio de la destrucción de la inteligencia potencial, que produce como consecuencia un novedoso invento para ahorrar inteligencia potencial. No hay nada más claro y aritméticamente concreto en este mundo que la guerra. Dos más dos es cuatro. Dos menos dos es muerte.
Me da un escalofrío cuando le quito la lona de encima al reflector, rezago militar de la segunda guerra mundial y que, según me dijo entusiasmado al borde del éxtasis el ser enjuto que me lo vendió, iluminó los cielos londinenses durante aquellos tiempos. Pero el que me invade no es uno de esos escalofríos producto de la caminata de alguien sobre la tumba de uno en el futuro, sino un escalofrío esperanzador. Esto está pasando realmente. Años de planes, investigaciones, pruebas y simulacros llegaron a su fin.
Verifico que el reflector esté apuntado en sus dos ejes de acuerdo a las muescas que hice en la estructura, miro mi reloj y cuento: cuatro, tres dos, uno y lo enciendo. Una espada de luz blanca como la venganza atraviesa el cielo navideño al mismo tiempo que la pirotecnia de los imbéciles pulveriza sus aguinaldos en el aire. Pobres tipos, gastaron miles de pesos en palitos voladores que hacen plum y yo, con mi santo reflector de la segunda guerra, soy la estrella de la noche. Pero ese no es el efecto que estoy esperando y al cual le dediqué varios años de mi vida. El efecto deseado de mi pequeña travesura navideña lo noto en el cielo, en el punto exacto donde debería ocurrir.
Noche buena tras noche buena de los últimos treinta años había estudiado telescópicamente las rutas de vuelo del viejo. Jamás había entendido realmente cómo era posible que el hijo de puta se encontrara en varios puntos del cielo a la vez pero, al ojo del observador, solamente estuviera en un lugar: justo sobre su casa. Tiene que ver con el gato de Schroedinger o algo así; realmente no me importa un carajo. Lo que verdaderamente me importa es que, hasta ahora al menos, el plan está funcionando a la perfección.
Recuerdo un viaje en auto durante la noche, a través de los oscuros y dificultosos caminos de tierra patagónicos, caminos que, si no se conocían del todo podían resultar fatales. Recuerdo estar sentado en el asiento delantero del acompañante, del copiloto como me gustaba decir, y ver a pocos metros más adelante una liebre patagónica que intentaba cruzar el camino pero que, aterrorizada por la luz de los faros del auto, se paralizaba justo en el medio, con los ojos de un verde “despidiéndose-de-la-vida”, para terminar atropellada. Yo escuchaba el clarísimo ruido de la máquina de picar carne que es la muerte, pero sin embargo preguntaba como un idiota (como un inocente), “¿qué pasó? ”. Mi padre, sin sacar la vista del camino me respondía con la entonación de quien le enseña una oración religiosa a un chico “Y, no se puede parar. Si freno volcamos y nos matamos todos”. Yo completaba la ecuación en mi cabeza y sacaba como conclusión que las vidas de tres personas eran más valiosas que la de una liebre patagónica que, aunque hubiera sobrevivido al choque cultural con la tecnología humana, probablemente habría sido cazada al día siguiente y transformada en un par de frascos de carne en escabeche. Mi padre, mirándome de reojo mientras yo hacía cuentas, sonreía satisfecho. Pensaba que la lección había sido aprendida. Pero lo que no sabía era que esa noche yo no iba a dormir. Ni quince minutos. El primer encuentro de un chico con la matemática le produce, como mínimo, insomnio. A veces ese efecto secundario dura toda la vida.
El rayo de luz, que era como la bati-señal pero sin el murciélago, dio en el blanco de una manera tan precisa que me hizo dudar un momento. Pero las dudas fueron acalladas inmediatamente después de ver frente al rayo una nueva constelación en el cielo. Una constelación formada por nueve pares de luminosos ojos de reno, detenidos instantáneamente (como liebres patagónicas) en el aire. Como la inercia es una terca hija de puta a la que ni Papá Noel puede escapar, el cuerpo del viejo quiere seguir viajando en la misma dirección que cuando era impulsado por los renos y sale disparado desde su trineo hacia adelante, cayendo justo en la enorme equis que había pintado en el césped de mi patio con pintura en aerosol. Color blanco. Blanco venganza, claro.
Me acerco al viejo caído tarareando un villancico y noto que, a pesar de estar muy confundido y despeinado, no tiene un solo hueso roto. Cayó desde algo así como cincuenta metros de altura, con una fuerza que destrozaría inmediatamente a cualquier persona y el hijo de puta no tiene ni un raspón. Porque claro, no es una persona. Es Papá Noel.
- ¿Wo bin ich? – dice el viejo con la voz temblorosa - ¿Где я? – insiste.
- No te entiendo un carajo pelotudo, estás en Argentina. – le respondo yo mirándolo desde arriba.
- ¡Ah! ¡Argentina! Jo jo jo… La caída me dejó medio confundido… - me dice con una voz de abuelo bueno y vulnerable que es menos creíble que el “te quiero” de una mujer robot. – Y vos debés ser, dejame ver… - dice, e inmediatamente comienza a husmear en mi dirección como un perro - ¡Laurito! ¡Sos Laurito! ¡Feliz navidad Laurito!– dice el viejo y juro que, a pesar de ser un hombre grande sin sentimientos (me los extirparon junto con el alma en una intervención quirúrgica llamada “animotomía”), cuando escucho salir de su boca mi nombre en diminutivo, algo dentro mío se tuerce y sangra un poco.
- Laurito un carajo, soy un adulto y tengo los huevos bien grandes y peludos. Así que te acordás de mí, ¿no? – le digo lleno de odio pero tratando de sonar tranquilo.
- ¡Jo jo jo, yo me acuerdo de cada uno de ustedes siempre! Ayudame a pararme Laurito…– dice mientras sigue haciéndose el bueno.
- No va a pasar – le digo, y agrego con una voz que, si tuviera plantas en el patio, las secaría inmediatamente– y si me llamás Laurito de nuevo te mato. Te preguntarás porqué te bajé del trineo, y yo te lo voy a responder. ¿Te acordás de lo que te pedí en la navidad de mil nueve ochenta?
- Mil nueve ochenta, dejame ver… - dice, y mientras lo piensa, o lo que sea que esté haciendo, se le ponen los ojos en blanco por un par de segundos. - ¡Claro que me acuerdo! ¡A Papá Noel nunca se le olvidan esas cosas! Me pediste un Kit del Pequeño Doctor ®.
- Exactamente. Te pedí un Kit del Pequeño Doctor ®. Y vos me trajiste…
Me mira con una media sonrisa de vergüenza y me dice:
- Jo… Un playmobil recolector de residuos…
- Un Playmobil recolector de residuos. La verdad que para ser un viejo choto con miles de años encima tenés una memoria prodigiosa. Hasta parecería que no fueras humano… ¿Tenés idea de lo importante que era para mí justo esa navidad recibir un Kit del Pequeño Doctor ®? ¿Tenés alguna idea?
- ¡Jo jo jo! Es que fue un año difícil ese, lo que pasa es que…
- Lo que pasa las pelotas – lo interrumpo y ahí sí, se me filtra todo el odio a la voz – Sos Papá Noel, y de acuerdo a la investigación que hice tenés recursos infinitos. No me vengas a joder con que fue un año difícil. Quiero la verdad, viejo de mierda. – le grito mientras le pateo tierra a la cara. Y ahí sí. Ahí lo hago enojar y se terminan los jo jo jós.
- Pendejo y la puta madre, ¡caprichoso como todos los mocosos de mierda! – dice mientras trata de sacarse una tonelada de tierra de los ojos - ¿Querés la verdad? Yo te voy a contar la verdad. Cada tanto a los pibes hay que frustrarlos, ¿entendés? Para enseñarles lo que es este mundo. Yo les regalo todos los años lo que me piden, pero justo en esa navidad de sus vidas en la que realmente necesitan con toda el alma un regalo especial, yo les llevo una cagada. Un Playmobil recolector de residuos… Y así, les enseño a bajar el copete desde chiquitos y a aceptar limosnas de la vida. Cuando crecen son tipos obedientes y mediocres. Y con ellos, el mundo sigue funcionando como corresponde.
Cuando termina con su soliloquio acerca del “verdadero significado de la navidad” y logra calmarse un poco, vuelve con la pantomima de viejo bueno y me dice:
- Ahora Laurito, creo que en mi trineo debo tener algo muy especial para vos. ¿Qué te gustaría para esta navidad? Sí, ya sé que sos grande, pero esta noche estoy especialmente generoso y con vos puedo hacer una excepción – me dice guiñando un ojo de una manera tan perfectamente hábil que le daría envidia hasta al mejor de los estafadores. - ¿Qué te gustaría, Laurito? ¿Un millón de dólares? ¿El amor de una mujer? Por lo que me decís me investigaste mucho y sabés que puedo regalarte lo que vos quieras…
Voy a confesar que el viejo con su oferta me la hace difícil. Porque, el amor de una mujer, no gracias; ya lo tuve, me mordió y tuve que sacrificarlo. Aunque por otro lado, un millón de dólares… Un millón de dólares compra mucho vodka. Pero inmediatamente me acuerdo de la tristeza y la frustración de aquella navidad de mil nueve ochenta. Todos sentados a la mesa con la abuela, que gracias a una decisión de mi padre que hasta el día de hoy no entiendo, era la única de todos los comensales que no sabía que se estaba muriendo. Hasta yo, con mis ocho años, sabía que esa era la última navidad con la abuela. Por eso quería, necesitaba ese puto Kit del Pequeño Doctor ®. Porque una parte mía, ese apéndice de esperanza ciega que tienen todos los chicos pero terminan perdiendo, creía que con ese juguete de mierda la iba a poder curar.
Así que respiro hondo, saco el revólver calibre 357 que tengo oculto en la cintura, le apunto al viejo a la cabeza y le digo:
- Te dije lo que te iba a pasar si me volvías a llamar Laurito. Aunque, en realidad, no te puedo mentir… Te iba a matar de todos modos.
El viejo mira el arma con una ligera sorpresa que lentamente se va transformando en ataque de risa y ahí es cuando veo por primera vez su cara verdadera. Las orejas puntiagudas, la piel escamosa y grisácea, los dientes afilados como agujas de marfil y los ojos… Dos pozos ciegos que muy en el fondo tienen dos pequeñas llamitas de fuego azul. Cuando logra contener un poco el ataque de risa que lo hace temblar como a una montaña de cadáveres, me dice con una voz tan antigua que fue escuchada por los primeros niños de la humanidad, envueltos en pieles de animal y reunidos con sus familias alrededor de hogueras en cavernas milenarias.
- ¿De verdad creés que podés matarme con una bala? ¿A MÍ?
Y esas dos últimas sílabas están cargadas de algo tan físicamente maligno, tan vibratoriamente ponzoñoso, que me resuenan en los huesos internos del cráneo y me provocan un sangrado nasal espontáneo. Me agarro la nariz y logro evitar el impulso instintivo de salir corriendo como un loco, porque sé que, si con dos sílabas me hizo esto, con una frase entera me hace estallar como a una piñata llena de sangre. Pero ya no hay tiempo para correr porque ahora, aunque estoy a punto de mearme en los pantalones del miedo, es el momento del truco final. Por eso le digo al monstruo milenario que tengo enfrente:
- Con una bala no. Con una bala de plata.
Durante mi investigación acerca de “Papá Noel” aprendí, de un libro que se creía perdido, cosas muy interesantes con respecto a la plata. De acuerdo al texto original “…el efecto, producto de la combinación entre su configuración electrónica, su masa atómica y su particular radio iónico, interrumpe la conexión de la bestia con el plano místico que le otorga su poder…”. En criollo: si querés matar a una bestia mitológica, usá plata.
Cuando el viejo escucha esas dos últimas sílabas mágicas que tengo para él, la sonrisa enorme y filosa se le transforma en una mueca de incredulidad y los ojos se le desorbitan de confusión. Y ése es mi regalo de navidad; haber provocado con unas simples palabras el miedo de un dios.
Disparo y el retroceso del cañón de mano que porto casi me disloca el hombro, y en cuanto le pego el tiro, el viejo estalla como una piñata llena de cenizas blancas. Los copos caen como en cámara lenta al suelo del patio y por primera vez en la historia tenemos en Capital Federal algo parecido a una "blanca navidad". Dejo caer el arma al suelo y me voy a domir. Ocho horas seguidas sin despertarme. Por primera vez en más de treinta años.
Al día siguiente me lavo la cara, me miro al espejo del botiquín y noto un pelo blanco en mi bigote. Inmediatamente pienso en la existencia de alguna clase de maldición en la cual, a aquel que mata a Papá Noel le crece una larga barba blanca y es condenado a hacer su trabajo por toda la eternidad. Pero no es eso. Es que estoy por cumplir cuarenta años. Un bajón.
Brillante!!!
ResponderEliminarEsta lleno de citas increibles pero: "Cada tanto a los pibes hay que frustrarlos" es mundial, lo voy a implementar en casa desde hoy. GRACIAS PAPA NOEL!!!!
Adhiero a lo expuesto por Milena, y agrego que lo del primer encuentro de un niño con la matemática, es genial.
ResponderEliminarY el final, también. Pucha. Voy a tener que leerme tu blog desde el principio...
Gracias Doctor. Bienvenido, aunque verás que retrocediendo cronológicamente, mis escritos tienden a empeorar y defraudar.
Eliminarpuff, si, coincido con el comentario de Dr Kaos respecto a la matemática.
ResponderEliminarAdemás, tengo que confesar que me dio una ternura descomunal imaginarme a un nene diciendo "esos regalos no son seguros, pa" y prendiéndoles fuego para despejar cualquier duda.
Gracias Nina, y sí, voy a confesar que estoy particularmente orgulloso del asunto de la matemática. Especialmente porque eso sucedió al pie de la letra. Con respecto a la incineración de regalos, en mi niñez he hecho cosas más inverosímiles al servicio de la locura infantil. Un chico con problemitas...
EliminarLauro, sos un maestro del relato.
ResponderEliminarMuchas gracias, Sabrina. Pero en lo único que me considero un maestro es en el arte de beber sin moderación.
Eliminar"la paranoia es una herramienta de supervivencia que me permite vivir ligeramente menos preocupado". Segunda vez que explicás mi sensación de un modo que yo no podría hacerlo.
ResponderEliminarY por otro lado, la caida de Papá Noel sin un solo rasguño disparó inmediatamente en mi cerebro la siguiente pregunta: ¿entonces Alejandra Pradón es Papá Noel?
Tenés un estilo muy Cortazar. Pensaste en tu propio libro de relatos? Si no, debieras.
Muchas gracias, Jessica. No es la primera vez que me dicen lo de mi estilo. Confieso avergonzado que leí por primera vez a Cortazar hace poco, para saber porqué la gente me decía esto.
EliminarNo sé si Alejandra Pradón será Papá Noel, pero definitivamente es una bestia mitológica.
Lo del libro no está dentro de mis planes, aunque si sucediera sería lindo. Yo escribo para no volverme un asesino (exageración).
Si alguna vez tuvieras el infortunio de ser sospechoso de asesinato, esta última respuesta podría ser tu cárcel. Sabelo.
EliminarA google le pareció que mi desviada busqueda -de la cuál ya no tengo ni puta idea de que era- encajaba con tu historia y así me topé con tu blog. Me gusta tu estílo, espero que sigas escribiendo ocasionalmente.
ResponderEliminarBienvenido/a. Los caminos de Google son misteriosos.
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